Me gustan las palabras y esta la conocí gracias a la activista ecologista Sofía Menéndez. Me llamó un día y me preguntó cómo estaba. Al responderle me dijo: «eso tiene nombre». Y lo que me pasaba – y pasa – es que sentía – y siento – estrés y ansiedad al ver cómo está cambiando mi entorno; cómo van desapareciendo los espacios naturales; cómo mis ojos cada vez enfocan a menos distancia.
Mi lugar preferido en el mundo es El Cotillo. Comparto ese amor con mucha gente de la isla, de Canarias y del mundo. Es normal. No voy a hablar de sus cualidades, porque no quiero hacer promoción. Es un lugar que recuerdo con calles de tierra, de niños y perros libres, de fiestas desmedidas y de parrandas constantes. También recuerdo siempre oír ruidos de obras. Ruidos que van desde la típica obra de mejora de la casa del vecino hasta las taladradoras gigantes que rompen los solares donde los niños solían jugar. Más de treinta años de construcción sin parar. ¡Miento! Una sí fue paralizada por los ecologistas al ser pura violencia contra el territorio y el pueblo que lo habita: el Plan Parcial SAU-8 en la zona del Faro del Tostón. Pero el gozo duró poco, porque mientras celebrábamos la sentencia, fueron colando otros pelotazos por la zona norte, como pasó en Majanicho o en Corralejo.
Desde siempre este pueblo está cambiando y eso nos afecta pero el trastorno se hizo más agudo desde el confinamiento. Les cuento mi historia personal que sirva a modo de ejemplo: mi padre es de El Cotillo y yo llevo toda la vida soñando con mudarme a vivir en el pueblo. Vivía en la capital, en el Puerto, un lugar con complejos que derrumba edificios históricos y cambia empedrados de callaos por lozas industriales, tala árboles, quita bancos de la calle y se deconstruye constantemente. El Puerto se cambió hasta el nombre por ese complejo que tiene. Por eso, por si se ofende, yo siempre le quito el apellido y lo llamo por su nombre.
El confinamiento me trincó de fin de semana en El Cotillo y decidí quedarme todo lo que tuviera que permanecer encerrada. Sin planearlo, empecé a cumplir el sueño de mi vida. Fueron dos meses de introspección, de replanteo de forma de vivir, de conversión en «nómada» digital, de meditación y de mirar a la mar desde la ventana. Y ahí comenzó el resquemor.
Se veía a lo lejos gente en Piedra Playa. Empezaron los comentarios en la tienda: «la policía cogió a unos guiris en la playa». Otro día, me despertó un residente italiano propietario de un restaurante gritando ¡BUONGIORNO! en plena calle, sin mascarilla, saludando con un abrazo al barrendero que también era italiano, que trabajaba sin guantes y diciéndole: ¡esto es una ilipollez! No voy a relatar todas las anécdotas similares porque hay muchísimas. Solo digo que llegó un momento que decidí que nunca más iría a su restaurante ni consumiría en ningún negocio de alguien que no respeta al pueblo. Al pueblo como colectivo de personas y al territorio que habita.
El drama siguió cuando al permitirnos salir a la calle, de repente, había muchísimos desconocidos, y es que los turistas de Corralejo se habían pasado a El Cotillo (los hoteles cerrados de uno dieron lugar a ocupar las viviendas vacacionales del otro). Cuando tú no podías ir a la isla de al lado, resulta que había aquí gente de otros países que venían a pasar aquí el confinamiento, y que no conocían o se pasaban por el forro las normas. Y las fiestas ilegales en la playa continúan. ¿Pero esto qué es?
Sigo hablando de mí: estudié idiomas, me dedico a traducir. El ser humano me fascina y me encanta ser enlace de culturas, de formas de pensar, trasladar emociones e informaciones. He sido voluntaria en acciones por la inmigración. Entiendo lo que es la libertad de movimiento. Pero esto es una colonia. Europa consiguió comprar las islas.
Trabajo como intérprete y ya hace años decidí no participar en compraventas de terrenos. Es una realidad: una gente vende y otra gente compra. Pero yo también decido a quién servir. Me parece ridículo que yo, por vivir en Canarias, siendo hija de majoreros, autónoma, habiendo hecho todo lo posible por prosperar, no pueda permitirme comprar un terreno en la isla, y tenga que ver cómo vienen los europeos con herencias y sueldos más generosos, con más privilegios, con otra historia, a comprar la tierra que ha permitido que toda mi familia sobreviva. Es muy duro vivir en el siglo XXI en una colonia europea.
Y no digo que el problema sea la gente que viene. Es la falta de conciencia. Son muchos los casos de explotación del territorio que pretenden legitimar cambiando los planes de ordenación. Solo hay que ver la situación actual en el Cabildo o ver quién gobierna en el Ayuntamiento de La Oliva. Algunas sentencias van saliendo poco a poco, dando la razón a los «locos» que gritaban que lo que pasa en esta isla es de cárcel. Pero la mayoría calla y se acostumbra. Perpetuando la desidia y vendiendo Fuerteventura cachito a cachito.
Encima, ahora también tenemos a los petulantes instagrammers que ignoran lo que hay más allá de la parte estética y, por una foto o un vídeo que les sirva para chulear un rato, vapulean nuestra naturaleza y nuestra historia, que está escrita en las piedras, en las capas de estratos, en la memoria de los viejos. Es una belleza tan sensible que no tiene cabida en este mundo superficial. Maldita la hora que Fuerteventura se volvió viral.
* La autora es Aceysele Chacón, traductora y artista. Lo envió a Tamaimos.com por correo electrónico para su publicación.