
Publicado originalmente el 8 de julio de 2017
La Playa -así, en mayúsculas, solemos escribirlo los palmenses- amanece gris y somnolienta. La panza de burro amenaza con caer sobre ella y todos nosotros hasta que lentamente, allá por el mediodía, ésta, en eterno ritual, acaba por alejarse dando paso a celajes limpios, casi cristalinos. Hasta ese momento, la arena sólo conoce la presencia de paseantes matutinos, algún extranjero y operarios de limpieza. Es a partir de la aparición de un tímido sol cuando comienza el verdadero espectáculo democrático que es Las Canteras. Todos encuentran allí su hueco, sin distinción de ningún tipo: los niños chillones y famélicos, también los que están al borde de la obesidad; los guayabos y sus correspondientes guayetes de gimnasio; familias enteras, que desafían los límites del espacio y orden; individuos solos, reconcentrados en su diálogo con el sol; lectoras ávidas, que no sueltan el libro más que para remojarse brevemente… Así extiende su manto arenoso Las Canteras, como frontera porosa, canto capitalino al ancho mar.
No muy lejos, La Barra ejerce de aduanera muralla, que deja entrar y salir, salir y entrar. Junto a las pequeñas chalanas y falúas, aparecen criaturas nuevas, que obligan a sus tripulantes a remar de pie, sentados, pedalear, dominar una vela diminuta… Conviven con los parroquianos habituales, que desde La Puntilla, todo lo observan y analizan mientras apuran alguna cerveza de más. Queda la apoteósis, esperar el atardecer como se espera el tour de force de algún idolatrado tenor. No en vano, desde la otra punta, Alfredo Kraus, vigila que todo sigue en su sitio. La tarde cae sigilosamente, igual que llegó la mañana. Pareciera que un filtro enorme nos envuelve y entonces, no siempre, a lo lejos, el Teide dice que está bien, que puede anochecer, que podemos estar tranquilos. Mañana llegará y Las Canteras seguirá allí, como fiesta de sal y arena a la que todos hemos sido invitados. Telón.