
Caminar y caminar. Sufrir y sufrir. Cuidar y cuidar. Esa ha sido mi vida. Muchas cosas buenas, otras tantas malas. Pero poco lugar para el disfrute, para relajarme. Las alegrías duraron poco, luego vino un disgusto. Mis ojos ya tienen surcos prominentes a los lados. La vida me ha enseñado a tragar, a aguantar, a trabajar y a cuidar, sobre todo a cuidar.
De pequeña tuve que hacer de mayor. Mis hermanos eran mayores pero eran hombres. Yo, como mujer, me encargaba de ayudar a mi madre, de cuidar a mis hermanos y de atenderlos. Luego nació otro hermano, cuando yo tenía 11 años, y prácticamente hice de madre. Mi padre estaba mimado, no había quién lo tocara. Sus decisiones no se cuestionaban y había que tenerlo siempre con el café en la mesa de noche, la comida en la cocina y la ropa planchada.
Por los sueños de mi padre tuve que renunciar a los míos. Yo quería ser profesora pero desde muy joven tuve que ayudar en las tierras familiares y con los animales. Una maná de hierba, cultivar, limpiar, cuidar y hacer mil cosas más. Los días empezaban a las 6:00 y terminaban a las 23:00 sin parar, con miles de tareas y miles de cuidados. Crié a mi hermano pequeño porque mi madre se puso enferma. Cuando yo tenía 15 años ella murió. Todo el peso quedó para mí. Mis padres y mis hermanos mayores no renunciaron a sus privilegios y seguían igual de bien atendidos.
Me apunté a Radio Ecca. El trabajo se había vuelto más duro, las tareas no cesaban, pero necesitaba aprender algo. No sabía hacer ni una o con un canuto. Las noches pegada a la radio, conociendo lo poco que sé, mezclaban aprendizaje, interés e insomnio. «Deja esos libros que no hablan de nada que dé de comer», decía mi padre. Yo le negaba con la cabeza. Si quería trabajar tenía que prepararme. La economía familiar cada vez iba peor.
Llegamos a la ciudad. Allí no habían zonas verdes ni cultivos. Mi padre ya era algo mayor, pero consiguió trabajo de vigilante. Le pagaban poco. Mis hermanos se empleaban en buenos trabajos pero el dinero era para ellos, estaban a punto de casarse. En la casa quedamos mi hermano pequeño, mi padre y yo. Mi hermano también cogía algunos trabajos pero todo lo que ganaba era para él.
Yo, gracias a mi buen entendimiento con la gente y mi capacidad de aprender, conseguí un trabajo de auxiliar administrativa. No tenía mucho conocimiento, pero me gustaba y se me daba bien organizar. Mira por donde, sirvieron las clases de Radio Ecca. Cuando ya me estaba asentando, mi padre me obligó de buenas maneras a que dejara el trabajo. La casa estaba desatendida. Nunca supe por qué le hice caso, ese trabajo me hacía muy feliz, pero quizá influyó que ya estaba algo enfermo. Y que era hombre, claro…
En un baile intimé con Luis, un joven administrativo que conocí en la oficina donde trabajaba. Un muchacho amable, atento y atractivo. Me enamoré locamente de él. Con 23 años me casé. Con el tiempo supe que su opinión era que lo ideal es que dejara el trabajo en el momento que lo hice. «No es el lugar de una mujer». La convivencia era complicada con él, ya no era todo tan bonito. Era buena persona, pero todo debía estar ordenado, limpio y a su tiempo. De repente me vi atendiendo mi casa y la de mi padre. Mi hermano estaba más tiempo conmigo que con el viejo, siempre ocupado y con un asma galopante.
Luego llegaron los hijos. Dos en tres años. Una hija y un hijo. La parejita. A Luis lo echaron de la oficina y lo pasamos mal. A regañadientes aceptó que buscara trabajo. Había aprendido a cocer de manera autodidacta y me ofrecieron trabajo cociendo fundas de colchones. En negro, por supuesto. Luis ya no tuvo nunca más un trabajo fijo y estable y yo encadenaba encargos de costura siempre en negro, incluso contratada por empresas. Así durante muchos años.
Mis hijos crecieron. La mayor Lucía y el menor Gonzalo. Lucía era muy reivindicativa. «¿Por qué tengo que hacer eso si no lo hace Gonzalo?». Cuando veía que mi marido me exigía tenerlo todo preparado, me señalaba que por qué tenía que aguantar eso. La mujer ya tenía 20 años y era rebelde, con muchos tiras y aflojas con su padre. Mi padre murió de un ataque al corazón. No era tan viejo. Mi padre en buena parte murió de pena. Mi hermano pequeño murió de leucemia con solo 19 años. Yo tenía 30 y la pena no podía conmigo. El viejo había vivido la mitad desde entonces, a pesar de que yo lo atendía como siempre. Incluso había perdido su habitual mal humor, estaba como ido.
Lucía se fue a vivir con su novio, diez años más grande que él, con 21 años. Con la opinión en contra de su padre, claro. Yo intentaba mediar, no podía ir en contra de ninguno. «Mamá, soy una mujer libre, me voy a vivir con quien quiera», decía. Con apenas 60 años mi marido también murió. Más penas, más hoyos en la cara. Nació la hija de Gonzalo. Luego otra. Lucía tuvo una niña con 35 años en su tercera relación seria. Me dediqué a cuidar a mis nietas, a que no les faltara de nada a nadie. Cuidar, cuidar y cuidar.
Pero el otro día entre Lucía, que ya cuenta con 45 años y mis nietas mayores me dijeron que las mujeres encaraban su vida de forma diferente. Que ya no eran esclavas de nadie, como había sido yo, que ya no se encargaban de cuidar a todo el mundo, como había hecho yo, y que iban a elegir su profesión, no como yo. Lucía es una profesora muy combativa. Mi nieta mayor es una joven estudiante de Medicina de primer año. Ellas están cumpliendo su sueño. Y yo digo que sí, que ya era la hora.
Sin embargo, me advierten que todavía queda mucho por conseguir. Que las mujeres tienen un techo de cristal que no les permite llegar hasta donde les corresponde, que existe brecha salarial, que todavía hay mucho machismo… Yo las apoyo, claro que sí. Todavía queda mucho por conseguir, yo estuve ciega. No cambiaría en nada mi vida, porque soy así por cómo he vivido, pero si yo hubiera tenido su actitud… Queda mucho, pero ya es hora de cambiar las cosas de forma real. Y sobre todo, nunca dejar de reivindicar.
Este lunes 8 de marzo se presentaron en mi casa. Lucía, con camisa lila con un puño en alto, y mis nietas todas con un atuendo diferente que reivindica la lucha de las mujeres. Qué curioso, el 8 de marzo se ha convertido en mucho más que una fecha combativa. También es una fecha de encuentro, de reflexión, de analizar… Y de seguir adelante. Por las que fuimos somos, por las que son seremos. Yo no lo veré, pero digo que sí al cambio.
* La historia no es real pero está basada en la concatenación de varias historias verídicas.