Puede resultar paradójico que una muestra de la lucha por la memoria histórica de los desaparecidos en la Guerra Civil en Canarias proceda de un terreno misterioso y perturbador, que argumenta por la rigurosidad en investigación al tiempo que experimenta visualmente su estrategia contra el olvido; situándose en el borde entre lo estrictamente documental y la ficción narrativa, sin ocupar claramente ninguno de los dos polos. Mientras pensamos en el documental como un texto visual basado en documentos para dar con la verdad, aquí tenemos un documental que se rinde para re-narrar y fijar significados; importándole mucho la verdad, pero no mistificando su sentido como libre de los discursos y conflictos que la constituyen.
El “pequeño» documental de Dailo Barco, Archipiélago fantasma (2017), es, en principio, una seria profanación de un material histórico. Con las imágenes de El ladrón de los guantes blancos (1926), el primer largometraje de la historia del cine canario, Barco usa los fotogramas del mismo para, en un sugerente montaje, re-escribir la historia de uno de sus actores, Guetón Rodríguez de la Sierra. Esta reescritura es importante puesto que Guetón es uno de los desaparecidos políticos en esa contienda. Actor y activista político, sufre en el 36 una persecución debido a sus ideales republicanos.
La similitud de los hechos acontecidos y el relato propuesto en El ladrón…, suponen para el director una oportunidad clave para re-significar las mismas imágenes y contar la historia de Guetón. Se aprovecha así también el silencio intercambiando la textualidad interpuesta por unas “fichas” narrativas de la vida y desaparición de nuestro héroe. Barco muestra que las imágenes no tienen significados por sí mismas, sino que dependen de un contexto y una mirada que les da sentido, al igual que el poder de la edición de las mismas nos ofrece un impacto emocional concreto. Por lo tanto, Dailo profana el largometraje, le priva de su significado original (un fanzine sobre una acusación de robo indebida que recrea una persecución por paisajes isleños), para insertarle la historia de Guetón.
Aquí la trama de esta pieza se complica; una historia ficticia semi-despojada de su significado original para dar pie a un relato «real». Es en este punto en el cual se cruzan ficción y realidad donde debemos apostar por la ficción de Archipiélago fantasma, no porque haya inexactitud en sus datos, sino porque es una construcción más sobre la realidad. Las imágenes no son exactamente lo que sucedió, pero tampoco son ya exactamente El ladrón de los guantes blancos. Podríamos decir que la película original se transforma en la realidad, pero, ¿acaso no podríamos tomarla también como una especie de augurio? En tal caso, ¿Cuáles podrían ser los nuevos frentes que deja abierto Barco como interpelador de la historia? ¿Se trata simplemente de apoyarse en la ficción para potenciar una biografía “real”?
Archipiélago fantasma es otra cosa. Es una antropología imposible que no se detiene con los cráneos y los huesos, sino con la reflexión más profunda del tiempo, de la lucha por los significados y la historia. Descubre la dimensión política que no tenía la película original, y, mágicamente, el reclamo no parece estar hecho desde nuestro particular presente, sino parece ser una disposición del propio Guetón, que, desde algún lugar inconcreto, se sirve de un elemento de “su” pasado, junto con un director “de su futuro”, el mismo Barco, para, contra todo olvido, conseguir articular un testamento eficaz y chocante de lo que fue persecución y desaparición.
Habiendo movido al director a un lado del espectro, al “futuro”, no quiero reducirlo a un mero recurso del testimonio. Todos sabemos, muy al contrario, que la autoría de este film le brinda una capacidad propia de conectar con un público nuevo y del que es necesario un esfuerzo como éste para que llegue a ser posible una reflexión del tiempo, de las imágenes y del olvido tan profunda. El estilo de Barco es la parte más seria de todo el asunto; no teme al reto de bordear el límite de la profanación, el punto en el cual su obra podría quedar suspendida en una burla. Esto es, entre lo real y lo ficticio y entre lo oficial y lo contrahegemónico.
En su ensayo sobre la imagen, Dailo Barco yuxtapone un ensayo sobre la historia (ambos deben ser llenados de significado). Propone que la historia no es sólo un asunto del pasado sino del presente y que por lo tanto toda versión oficial se puede resignificar, incluso los silencios. La silenciosa El ladrón…, apolítica en un principio, tiene ahora la oportunidad de luchar de frente contra otros tantos silencios (el silencio de una represión que es en sí un silencio insoportable).
Todo en este film suscita un rescate del olvido: la música de Francisco Delgado Herrera, la misma figura del director del film, José González Rivero, y Carlos Simpson; el papel de Guetón escapando de la policía. Y al hacerlo, une su usurpación del silencio, su profanación de los originales, a tantas otras historias que se juntan en un baile celebratorio: Guillon Barrus, López Torres, Carlos Simpson, Rivero, cho Sixto, los presos de Fyffes…. Si el pasado es un asunto del presente, también debemos tener en cuenta que el presente es siempre un asunto de control (sobre los significados de las cosas).