Desde lo alto de la atalaya, diviso cómo la autopista se va llenando de coches a medida que avanza la mañana. Es época navideña y cambio el ruido, las colas y los centros comerciales por un agradable paseo. Mi barrio, donde me crié y crecí, es un conglomerado de cemento, solares abandonados (cada vez menos), casas de autoconstrucción y cada vez más edificios. Poco queda de aquel barrio que conocí, el de la tienda de Angelita, el de los torneos de fútbol sala en las Fiestas, el de la gran afición a la lucha canaria y el barrio de las trabajadoras y trabajadores cuyos padres emigraron de la cumbre, que se vaciaba en agosto cuando era la Fiesta de Juncalillo.
Aunque la calle y la carretera dominaban ya el paisaje de mi barrio en la infancia, siempre había salida al espacio libre. En la parte alta, en el Lomo los Frailes, se encontraba una antigua presa cuyo camino colindaba con el barrio de La Viña y El Calero. Allí siempre había un personaje extraño y enigmático al que teníamos miedo. Lo llamábamos el Galván. En la parte sur, la Montaña de Las Huesas constituía para nosotros un lugar por explorar. Alguna vez nos dimos a patear hasta allí. Acudíamos a los tomateros para hacer las guerras de tomates, primero maduros y que después llegaron a ser guerras de tomates verdes. Alguna vez seguimos y vimos la cueva indígena de la zona, en un estado de conservación lamentable. El resto eran tomateros y restos de tomateros.
Todo eso me pasaba por la cabeza mientras avanzaba superando los límites de naves industriales. Ahora el camino estaba interrumpido por restos de escombros que dejaron las empresas de construcción. Pero pronto el paisaje lo dominan las antiguas cuarterías, las cañas vencidas y las cucañas. La cucaña canaria servía para mantener en buen estado las cañas que luego servían para amarrar los tomateros. Por la otra orilla se adivina la antigua acequia. Cuentan que los aparceros aprovechaban el paso del agua para plantar verduras y hierbas para la casa e incluso para sacarse un sobresueldo.
Todo está inerte, sin vida, en una estampa histórica que es poco apreciada. Pareciera que la actividad se abandonó en la última zafra y ni siquiera se recogieron los trozos de rafia, las cañas, que ni siquiera se adecentaron las cuarterías, comidas por el tiempo, la mayoría sin techo. Y me cuestiono, como otras veces que diviso estampas de este tipo, que si este patrimonio etnográfico no tiene ningún interés y solo sirve para ser un paso en el camino. ¿A quién pertenecen aquellos campos yermos que antes fueron tomateros? ¿Por qué nadie reclama ese material que dejaron abandonado años y años? La fotografía es la misma a mediados de los 90, cuando me aventuraba niño por aquellos caminos donde todavía quedaba algún invernadero con tomates, que el año 2020, el año de la pandemia que estaba concluyendo cuando yo volví a aquel lugar.
Desde lo alto, la imagen resume buena parte de la reciente historia económica de Canarias. Por un lado, la montaña de escombros de las empresas constructoras, algunas de la zona quebradas durante la crisis de 2008. Por el otro, naves industriales de grandes cadenas de supermercado. Delante mía, la más antigua, la imagen de la aparcería. Unos aparceros que eran agricultores de subsistencia en la cumbre de la isla de Gran Canaria, en una emigración que configuró nuestros barrios, nuestra historia y nuestra forma de ser.
¿Nadie en Canarias recoge los restos de su fracaso? Me pregunto. ¿Podemos asistir a una imagen similar con las infraestructuras turísticas si algún llega ese fracaso? Hoteles vacíos, llenos de pintadas, laberínticos y misteriosos. Ya hay alguna infraestructura de ese tipo, por cierto. Luego viene cualquier charlatán y nos cuenta la historia como le da la gana. Y vuelta a empezar, hay que salvar el empleo, el turismo de masas y no hay más opciones.
Las puertas de 2021 son angostas, misteriosas, oscuras y de difícil predicción. Nuestra economía está casi como aquellas cañas, vencida y con poca consistencia. Pero, antes de mirar hacia adelante, creo necesario mirar hacia atrás. Y, aprovechando el paso, reivindicar una clase trabajadora canaria golpeada en barrios por el negocio de unos pocos, que se ofrece por la urgencia de la supervivencia. Ya no estamos en taparrabos, no nos pueden volver a engañar… Que recojan los restos de la última zafra, que ya nosotros tomamos las riendas.