Publicado originalmente el 11 de diciembre de 2017
En la venta de Doña María y Don Marcelino siempre había quesadillas de las de Valverde. Esta pareja de herreños montaron su pequeña tienda de alimentación en el barrio Salamanca, en Poeta Viana, una calle más abajo de la casa donde vivía mi abuela.
– Yaizita, vete a buscar un cuarto de jamón cocido, que te lo de fresquito y cómprate una golosina. Dile a Don Marcelino que lo apunte, que después paso a pagarlo.
Las cuentas las tenía debidamente anotadas en una ristra de cartones de tabaco cortados en tiras. Aprovechaba las partes traseras para hacer sumas eternas en segundos, lo alucinante es que a pesar de la infinidad de números entongados, no se equivocaba. En aquellas tarjetas desiguales marcaba con precisión los fiados de las vecinas y vecinos, pero la cuenta de mi abuela duraba poco en la tonga.
Las tiendas en Barranco Hondo contaban con métodos similares a los de Marcelino. La venta de Doña Ercilia y el Bazar de Asunción nos sacaban muchas veces de apuros. Recuerdo especialmente el bazar, montado en un espacio al que habitualmente denominaban salón. Los salones eran algo esencial en las construcciones del pueblo en los años 80, dejando a un lado la belleza de la arquitectura tradicional para pasar a lo meramente práctico. Estos salones servían para celebrar tenderetes familiares, como aparcamiento o para un potencial negocio. Así, de aquel inmenso salón doble nació un bazar donde podías encontrar ropa para todos los públicos, calderos de aluminio, juguetes variados, cuchillos, cubiertos, platos de duralex, perfumes, lámparas y hasta un juego de cuarto completo lacado brillante con toques dorados. Muchas fueron las navidades en las que mi madre compraba y después, pactaba las condiciones de pago, la financiación de palabra. Este sistema lo llevó ella misma a su tienda. Al abrir las puertas de «Agua de limón» adquirimos un fichero de color verde botella en el que ordenamos alfabéticamente los nombres de las clientas, teléfonos y sus deudas, nos quedamos con algún tranque, pero por lo general, la técnica funcionó a la perfección.
Hace unas semanas me llegó un artículo de manos de mi querida amiga Adela sobre el bazar de su hermana, y todas las anécdotas de los pequeños negocios locales y sus cuentas me vinieron a la cabeza. La tienda de Lucía Estupiñán en Ingenio cumplía 50 años, y el periodista rememoraba un lugar donde los reyes magos eran posibles para muchas familias gracias a la política de fiado tradicional, sin intereses, claro. Adela también me cuenta que su hermana incluso ha sido experta en el trueque en momentos en los que se requería esta práctica milenaria. Lucía ha sobrevivido a las tarjetas de crédito, al olor neutro de los centros comerciales, además de a plataformas como EBay, Amazon, Aliexpress y una retahíla de inventos comerciales del S. XXI. El mismo día que me llegó este precioso artículo en el que relataban la historia de Lucía y su tienda, leo un terrible titular en el periódico Canarias 7: «No caben más centros comerciales». Porque escuchen, en Canarias somos número 1 en centros comerciales, poniéndonos al nivel de Madrid y Barcelona. Y concretamente, la isla de Gran Canaria lidera en grandes superficies al abrir el pasado 23 de noviembre tropecientos metros cuadrados de cemento con 112 tiendas y 28 cafeterías. A este esperpento lo llaman “Alisios”. No tienen vergüenza al coger nombres bellos de nuestra naturaleza mientras arrasan con ella y la convierten en fríos escaparates.
Nuestras islas encabezan el ranking de pobreza, de obesidad y ahora también de posesión de grandes superficies. Frente a ello nos quedan los sueños de Lucía cargados de alisio de verdad, ese que nos refresca. Ella sigue sumando las cuentas del alma de su clientela, un pequeño espacio que nos invita a imaginar que todavía otro mundo es posible.
*Este texto está dedicado a todas esas mujeres que han sacado a sus familias adelante montando sus pequeños negocios. Gracias María, Ercilia, Asunción, Lucía…, gracias mami.