
Ya era bastante raro traspasar la entrada sin tener el tamaño adecuado. Ahora resulta algo más desconcertante penetrar este extraño mundo sin un ticket y sin hacer la cola. Es como si a nadie le interesara qué ha pasado en esa “otra” Canarias en miniatura. Pero también como si hubiera un miedo generalizado a ver una estampa del futuro. Y sin embargo ahí siguen las maquetas, soportando vendavales y lluvias y calores extremos, aguantando la dignidad de la representación de este paraíso. Pero Pueblo Chico era algo más que un parque turístico con las miniaturas clave de Canarias; algo más que representación. Era deseo turístico comprimido. O al menos esa parte del deseo turístico de querer disponer de todo desde una perspectiva privilegiada. Ya nunca más quisimos estar a hombros de gigantes, sino serlos de veras.
Pueblo Chico era y es como ese museo en Queens donde van los turistas a los que el tiempo de ver todo se les escapa, donde Nueva York aparece radiante e inmutable a sus pies. Pueblo Chico también es como en esas pelis que se toman licencias geográficas para pasar de playas a montañas en una persecución de coche de cinco minutos. Y es gracioso que, insultando al espacio de esta manera, se preocupara tanto, por la contra, de mantener una narrativa donde el tiempo fluye, espaciándolo incluso en “áreas”. Así acababas en el “área de la modernidad” para ver las maravillas del progreso en Canarias. Por eso, ahora que camino con sigilo entre las ruinas, me dan ganas de hacer el sendero inverso y entregar al ticket a la salida-que-en-verdad-es-entrada. Vaciada la “ciudad-isla” de transeúntes en miniatura, relucen aún el auditorio de Tenerife, el Cabildo, los túneles de Güímar, el Corte Inglés y el aeropuerto del Sur. El geógrafo Fernando Sabaté Bel nos contó que este parque temático era como una metáfora de esas ganas de velocidad que tienen las sociedades modernas, donde despreciamos las distancias y donde las maquetas aparecían sin solución de continuidad. Así, Pueblo Chico era una metáfora del espacio-tiempo comprimido de los macroproyectos desarrollistas de las Islas. ¿Es posible que tengamos que cambiar este sentido metafórico ahora que el parque aparece tan vacío y triste?
El aeropuerto mantiene sus aviones en el hangar, pero la pista de despegue parece impracticable al ver esterilizas y pinocha seca ocupando el terreno. El Corte Inglés está rodeado de “rabo de gato” y ya casi ni se aprecia la fastuosa vida de consumo a través de los bejeques que crecen alrededor. Plataneras secas y una enredadera se comen Cabildo y Auditorio. Es sin duda un escenario apocalíptico, una imagen del futuro donde una plaga, una guerra nuclear o un desastre ambiental han arrasado con las Islas. Si la miniatura expresa el deseo burgués de poseer las experiencias en una materialidad contenida, donde la muerte se queda en suspenso, la actual apariencia de Pueblo Chico parece querer redirigirnos a los desastres globales actuales, a la muerte misma. Al cerrar el parque al público estamos negando una visión “real” del estado del mundo, relegando todo a algo demasiado pequeño e invisible. ¿Pero qué podría quedar de ese antiguo culto que tiene el turismo por las ruinas? ¿No es igualmente irresistible caminar por esta simulación del apocalipsis, tanto como lo es ver la gloria de Nueva York a escala en Queens? Lo mismo que ante la sociedad colmada de vida que Lisa Simpson encuentra en un diente, ¿no sentimos curiosidad y reverencia ante un panorama a escala del desastre?
Ciertamente el turismo siente atracción por la muerte, pero Pueblo Chico también está para contarnos otros relatos. Si seguimos bajando por el sentido inverso a la utopía llegamos a unas Cañadas del Teide artificiales, con su Valle de Ucanca, y con los restos de un poblado guanche también desolado. En la vieja narrativa del parque todo esto pertenece a la Naturaleza, incluida toda esa cultura guanche (no nos engañemos). O sea que tenemos cultura que representa la naturaleza (que niega otras formas culturales) que no es más que cultura ahora comida por la verdadera Naturaleza (y estamos viendo esto sabiendo que ya no podemos más santificar esta dualidad). Las ruinas son intervenciones humanas en la naturaleza, pero también a la inversa, intervenciones naturales en lo humano (en la cultura). De ahí que la única manera de percibir la historia es en ese momento de conciencia del flujo del tiempo al ver un rastro de cultura humana carcomido por las plantas, como con el Cabildo y el aeropuerto. Simulacros de monumentos artificiales que también se rinden a plantas y organismos. Pero algo más complejo se aprecia en el Ucanca artificial. Aquí hay una representación de la naturaleza que es devorada por la Naturaleza. ¿Qué clase de ironía es esta en un contexto (ex) turístico?
El turismo recrea imitaciones de la naturaleza; sus ruinas son también miniaturas de la naturaleza, justamente para satisfacer la lógica de pérdida moderna. Entonces, ¿qué nos dicen las ruinas turísticas? La escritora Celeste Olalquiaga tiene algo interesante que pensar en este punto. Ella se ha fijado en las “ruinas artificiales” que se colocan estratégicamente en las peceras. Curiosamente, esta marca de cultura sobre un fondo natural es lo que le da “vida” a una pecera. ¿Y si es una ruina de la naturaleza artificial la que le está dando vida a unas islas cada vez más tocadas por unos desastres que ya imbrican para siempre lo humano y lo natural?