Tirado en la playa, el padre empieza: «yo no llevo a mi hijo al colegio. Este gobierno está loco, ¿cómo van a empezar las clases como están los contagios?». Una vez concluye, vocifera a su hijo: «Hugo, déjale los juguetes a Mateo y a Martín, si quieres jugar con tus amigos tienes que ser generoso». La madre continúa mientras su interlocutora afirma con la cabeza: «chacha, es que a mí me da miedo. Imagínate que coge el COVID en el colegio. Mi madre está mayor y no podría quedarse con ella por las tardes».
La jornada concluye. Hugo recoge sus juguetes y se despide de sus amigos. Su padre y su madre hacen lo propio con los padres y madres de sus amigos. «Con el codo, que es como se lleva ahora Miguel, jajaja». «Ahora tenemos que ir a Ikea que tenemos que comprar un sartén bueno, que el otro se nos rompió. El otro día había hasta cola fuera, la gente está loca. Y Hugo desesperado. Tuve que comprarle una hamburguesa en el McDonald para que el niño se estuviera quieto, es normal, estaba agobiado con la mascarilla», declara intenciones la madre. «Pues a ver cómo sale esto del cole. Yo si puedo no lo mando, no es seguro exponer a eso a los niños. ¿Viste el meme de los niños cambiándose la mascarilla? Eso es lo que va a pasar. Además, me dijeron que en Francia empezaron las clases y tuvieron que suspenderlas a las pocas semanas», concluye diálogo el padre.
La conversación anterior es una caricatura pero perfectamente posible. No se es peor ni mejor padre o madre por tener miedo a una enfermedad desconocida que ha cegado la vida de casi 900 mil personas en el mundo. Pero hay varios aspectos a tener en cuenta. En primer lugar, la educación es obligatoria hasta los 16 años. Es un derecho universal de las niñas y niños y los padres solo han de facilitar ese derecho. En ese sentido, los padres no son los dueños de los menores.
En segundo lugar, corremos el riesgo de que nuestras hijas e hijos no comiencen nunca las clases porque nunca se dé la situación sanitaria para ello. En ese sentido, la teleformación puede valer en ciertos niveles educativos altos, pero no para niñas y niños de Infantil y Primaria. Es complicado así mantener la tensión, hacer deberes y seguir la tarea. ¿Cómo se evalúan esos conocimientos en niveles más bajos? ¿Por qué hacer depender la enseñanza de los menores en base al interés o tiempo que tengan sus padres? ¿Y la brecha tecnológica?
En tercer lugar, una cuestión que está en cierto modo relacionada con la anterior. En tiempos laborales convulsos, la conciliación de los padres y madres, ya de por sí complicada, vuelve a estar en juego. Seis meses sin clases después, no hay ninguna solución para las familias. Los que se quedaron sin trabajo o en ERTE no podrán intentar unirse de nuevo a un puesto de trabajo porque tendrán que cuidar a sus hijas, dinamizar sus clases y establecer las conexiones oportunas para que no pierda materia. Las madres y los padres que trabajan, ¿cómo lo harán? La conciliación viene mermada desde el inicio de la pandemia, con el confinamiento, el teletrabajo (con hijos no es fácil) y el cierre de los centros. ¿Podemos permitirnos más carga a los tutores legales sin solución por parte de los estamentos públicos?
El debate sobre el inicio de las clases o no está viciado de origen. Se pone en la balanza el riesgo sanitario pero no toda la serie de factores arriba expresados. Unos niños que, salvo que sus padres tengan voluntad de darle horarios, costumbres y capacidad de trabajo, seguirán siendo víctimas de pantallas, Internet y cuestiones que no le hacen crecer como ser humano. En el lado de los padres y madres, además de querer evitar los riesgos de una enfermedad desconocida, no debe quedar desnivelada la cuestión gravísima de unos niños sin la rutina necesaria de la educación, tanto a nivel académico como de hábito.
Hoy el Gobierno de Canarias debe decidir si empiezan las clases el día 15 de septiembre. Existen dudas de que pueda comenzar en las islas más golpeadas por los contagios como son Gran Canaria, Lanzarote y El Hierro. Hay tres escenarios: que empiecen el 15, que se suspendan sine die o que comiencen online. En la balanza de los técnicos de Sanidad y Educación debe estar el coste social que podría tener, tanto a nivel de infancia como familiar, que las clases se cancelen sin rastro de solución, cuando el panorama sanitario no plantea mejoras en el corto plazo. De hecho para octubre se espera un repunte que se adelantó y que, unida a la llegada de la gripe, la COVID-19 mantenga unos niveles altos de contagios.
Sin ser técnico ni saber demasiado de protocolos, sí creo que merece la pena intentar la fórmula de los grupos burbuja y que los padres y madres sean responsables de cuándo mandar o no a sus hijos. Otras opciones son clases por la tarde rotativas, días de clase salteados o combinación de los métodos online y presencial cuando se pueda. Todo menos parar la actividad y extender este verano tan extraño mucho más. Tenemos un reto como sociedad y no podemos desatender a los más débiles por nuestros miedos cuando hay un rayito de esperanza de que pueda ser posible.