
En Canarias ya han aparecido ruinas turísticas, espacios otrora representantes de la más tardía modernidad, pero que ahora sucumben al paso del tiempo. Hoteles, parques temáticos y complejos en decadencia son no obstante irresistibles para pensar desde ellos.
Las cortinas se elevan ligeramente con la brisa, y entonces entra la luz, como en un jarrón roto, dejando entrever las dimensiones del mostrador, el teléfono (aún enchufado), los folletos alborotados y un mando de un televisor que ya no se encuentra. Colocados sin orden alguno están en el hall del hotel unas sillas, unas mesas, un ventilador y una máquina de café seguramente averiada… Una capa densa de polvo cubre todos estos objetos. Ni soplando con fuerza podríamos quitarla. Al fondo aparece una mesa blanca con tres extintores de humo en fila. Las puertas que abren al restaurante tienen un grafitti que las atraviesa. Si las abres se abre también el dibujo. Las mesas quietas, las sombras también. Y el vacío más grande se siente al ver las copas cubiertas en polvo dentro de las bandejas de plástico; las cámaras de frío abiertas de par en par y una nueva ristra de folletos, con todo tipo de actividades para hacer en Tenerife, regando el camino hasta los ventanales que dan al jardín y a la piscina, donde una hamaca inmóvil y una nevera de Kalise hacen lo contrario de flotar en un fondo de mugre verde. Y ese verde se come todo, creciendo hasta la altura de la barra del chiringuito. Está todo tan raro y al tiempo está claro que esto sigue siendo un hotel. De vuelta al hall encuentro un árbol de Navidad de plástico sin decoración frente a las escaleras y el espejo gigante.
Al mirar mi reflejo pregunto: ¿Dónde están todxs? Y quizás la respuesta sea que aquí, donde siempre habían estado, transitando; estando no estando. Ecos, sonidos, presencias. Parece como la escena de Titanic en la cual la cámara subacuática registra las ruinas y enseguida te conectas con los tiempos en que todo relucía, en el cual todo era nuevo, en el cual todxs comían, bebían, enamoraban, dormían, huían, tomaban sol, follaban, se relajaban, se registraban y se marchaban con las maletas nuevamente hechas. Es como si todas esas almas estuvieran atrapadas y al tiempo fluyendo; turistas espectrales para siempre, entrando y saliendo. Sin duda seguían ahí porque la prueba es que esto sigue siendo indudablemente un hotel. De hecho, aún está el cartel del pórtico: “Hotel Internacional”. También se nota la “clase” por las señas que también dan a la calle, demostrando la calidad ofrecida: “High class”.
El hotel da aires de tristeza. Quizá en eso consista la calidad: en ofrecer al cliente una ordenada conducción por la melancolía, por sentires profundos y nostalgias por paraísos perdidos en Europa. Las ganas de ver ruinas, de consumir pasado. La decadencia irresistible. Por eso es paradójico ver que el hotel, que servía de escala y mediación, es ahora una ruina más, comido por la naturaleza. Bailando aquí con todas estas presencias siento como si todo lo roto y todo lo dañado no pudieran devolverme este lugar; y es que sigue siendo un hotel, un mundo extranjero. Necesitaríamos otra teoría de las “ventanas rotas”, una nueva lección sobre “lo nuestro”, una actualizada noción del presente en el cual el turismo ya es un asunto cuasi arqueológico; no más cultura del turismo sino naturaleza del turismo.
A un lado aparece la sala de juegos, con los dardos derrotados y los ecos de risas distorsionadas, como en las psicofonías. Una mesa de billar te deja entrever sus tripas, sus mecanismos secretos para reconducir las bolas, y por los pasillos secretos llegas a esa otra cara del hotel donde está la cocina, el almacén vaciado, el economato. La lavandería seca luce todavía un cartel donde se anuncia a sí misma: “Dry cleaning service” y al lado uno dedicado al género que lava: “Ellos esperan que vuelvas sana y salva a casa” (y la foto de un niñato). Que no se diga que sólo existe un mundo de signos para la semiótica del turista, pues este hotel satura a lxs trabajadorxs, también presentes como fantasmas que incesantemente cumplen con lo que dicen los carteles: “Tu imagen es la nuestra / Cuida tu uniformidad / El orden es primordial / Piensa en tus compañeros / Sea amable, no cuesta nada / Cuando no entienda algo llame a su JEFE / Prohibido fum r y h blar d rante el trabajo”. A este último cartel de le han caído las letras. Y al final del pasillo, en el hogar del JEFE, también presente como una sombra (de hecho es el lugar más oscuro de todo el hotel) aparece la oficina, con sus ordenadores de pantallas mudas, con su máquina de escribir. Entre mis manos aparece una chequera y un pequeño álbum con tarjetas de negocios. Los papeles revueltos, como un torbellino, nos hablan de la locura del JEFE: números y números se amontonan en ellos y todas las fechas se detienen locamente en 2007.
Dan ganas de crear una teoría con tanta evidencia material. Una que hable de la crisis global, de un Puerto de la Cruz que no pudo sostener estas reliquias ante esa tabula rasa del sur. De una Era Dorada y ñoña que muere con este hotel de High class. Pero el tiempo no se detiene, sino que se solapa. Y aquí están también la calima, y los virus y los frailes y los conquistadores y aquellos nómadas que también se vieron con modorra. En la parte más alta del hotel el viento golpea las puertas y los cristales rotos amanecen en las camas aún hechas. Sin duda las kellys siguen deslomándose por aquí. Arriba, cerca del tejado, es donde están los fantasmas más poderosos, los que provocan incendios, los que dejan drogas y medicamentos caducados, los que saltan sin éxito a la piscina desolada, los que tienen cuerpos demasiado presentes y viven y languidecen en sus terrazas esperando el sol tras la panza de burro. Tan acostumbrados a transitar de la vida cotidiana a lo extraordinario (turístico) y aún no tienen las agallas para finalmente partir del hotel. Para transitar a la muerte.
El antropólogo Juan Bethencourt Alfonso habló de una serie de “lugares de peso” o “sitios pesados”, donde todo el cosmos de muerte recaía sobre un lugar, donde puede estar ocurriendo una batalla incesantemente en una dimensión desconocida. Hoy en día los lugares pesados se mueven y tienen otras coordenadas. Creo sin duda que existen lugares pesados en los hoteles en ruinas, abandonados, como este del Puerto de la Cruz.