Nunca pensé contar este cuento. Aún me avergüenza y me duele, como el mismísimo día de aquella ingrata justa deportiva. Eran jóvenes estudiantes, alaridos, que vitoreaban merecidamente a los competidores de su universidad. Deportes, lúdicos festejos de la cultura popular que esconden y descubren pasiones, que parecen autorizar el fanatismo dogmático de las huestes, siempre que no pierdan su humanidad.
El presidente de una universidad “católica” me dijo en una ocasión, sin mucha cristiandad: “No voy a permitir que me ganes con esos negritos. Te los voy a impugnar a todos.” Esos “negritos” eran estudiantes universitarios pobres a quienes la vida les brindaba la oportunidad que les había escamoteado antes, y que desconocían el origen de aquel rencor. Yo conocía a la mayoría de ellos. Sus acentos peculiares, dominicanos y colombianos algunos, de las Antillas menores otros, comunicaban una hermosa humildad que brotaba de sus giros lingüísticos; un agradecimiento que sus rostros, como el alma de su cuerpo, revelaban. Provenían de lugares insospechados con caminos escabrosos; sitios apartados en sus países de origen, lejos de la tecnología y lo urbano, distantes de la modernidad que se mide, tantas veces, por la cantidad de objetos desechables a la disposición. Sus cuerpos curtidos por el ejercicio disciplinado, cada día de cada mañana, eran su salvoconducto para la admisión y tránsito a una vida universitaria. Ese rigor corporal lo trasladaban algunos al salón de clases y sobresalían en sus estudios, pese al prejuicio generalizado contra los estudiantes atletas que muestran las élites universitarias que habitan en todas las universidades; otros, con menos energía síquica, sucumbían a la presión de un sistema ciego diseñado para expulsarlos. Siempre me impresionaba ver cuán articulados eran algunos de estos estudiantes en su expresión oral (a la única que yo tenía acceso) con una notable seguridad en sus juicios, mas siempre libres de soberbia. Cualquier educador de verdad se habría percatado que esas cualidades lingüísticas, y de seguridad personal provenientes del cultivo disciplinado del cuerpo, eran cimientos naturales para su formación universitaria.
Los llamaban extranjeros. Exactamente como la canción dice que no los llamen. Era la manera de señalarlos, de marcarlos para recusarlos, y hacerlos sentir fuera de sitio. Poco a poco me fui dando cuenta cómo una conducta repudiable, que estigmatiza racialmente a estudiantes, podía ser normalizada en el deporte universitario, tal y como suele suceder en otros órdenes políticos y sociales. El nacionalismo puertorriqueño, defensa y orgullo legítimo de la afirmación cultural de un país intervenido, puede ser muy lacerante cuando se levanta como pretexto de exclusión. Reclamaban algunos que los estudiantes atletas “extranjeros” desplazaban a los locales y les quitaban oportunidades; que solo eran atletas para ganar competencias de modo ilegítimo contra los estudiantes puertorriqueños; y que muchos solo querían utilizar de trampolín a la universidad para quedarse y ocupar los trabajos. Cuán familiares resultan esas narrativas. Argumentos similares fueron empleados por los fascistas contra los judíos y, más recientemente, por el presidente de Estados Unidos contra los inmigrantes latinos. Todos eran subterfugios infundados, carentes de la mínima evidencia empírica, y profundamente racistas. Como en otros movimientos obscuros, todo comienza con lacónicas expresiones que parecen inofensivas, como quien prueba el agua para saber su temperatura; luego, empieza el humor de mal gusto que deja escapar el prejuicio sutil, el comentario jocoso con la burla ofensiva incluida. Más tarde, se intensifica la agresión y se pasa al discrimen, en pequeñas dosis primero, a gran escala más tarde. Todavía recuerdo cómo los presidentes y rectores justificaban la discriminación con voces engoladas, y activaban su aparato leguleyo, constitucionalistas de alto vuelo, para impedir, en nombre de la puertorriqueñidad, la participación deportiva de los estudiantes.
Cuando entramos al parque se escuchaba la algarabía y los gritos desentonados. Al pasar frente a ciertas universidades, los estribillos escalaron: “¡Yo soy boricua, pa’que tú lo sepas!; ¡Brutos, Brutos!; ¡Arriba, abajo, los extranjeros pa’l carajo!; ¡Refugio, Refugio!”. Los insultos venían cargados de desprecio con la intención de expropiarnos la dignidad a todos. Mi amargura era de doble filo. Escuchaba, de un lado, a estudiantes universitarios maltratar a otros estudiantes a quienes yo conocía, y bien sabía que solo querían salir de la penuria y la insuficiencia de oportunidades que en sus países encontraban; pero, del otro lado, no podía dejar de pensar que varios de mis propios estudiantes, provenientes de la Universidad en la que yo me formé, estaban lanzando improperios racistas contra seres que ellos ni siquiera conocían. El racismo y la xenofobia son siempre vendettas ciegas cargadas de violencia.
Una joven estudiante dominicana se me acercó llorosa y desencajada para decirme que siempre le habían dicho que en Puerto Rico no había racismo, que “negra” o “negrita” eran solo expresiones de cariño. Articulaba, así, el mito de la redefinición de la cultura puertorriqueña, del discurso conciliador y silenciador del que habla Arcadio Díaz Quiñones en su estudio sobre Tomás Blanco y el prejuicio racial en Puerto Rico. Minimizamos el racismo, matizamos sus bordes filosos y fundamos el mito del prejuicio inofensivo, sin malas intenciones y casi con ternura. Aquella joven de raza negra, corpulenta y semblante triste, fue asediada con las mismas consignas injuriosas, procurando desconcentrarla en cada lanzamiento de campo que ejecutaba, hasta que lograron sacarle lágrimas lastimosas.
Recuerdo que compartí esta experiencia perturbadora con Díaz Quiñones al día siguiente. Ambos la sufrimos entonces, y recientemente me exhortó a compartirla en estos tiempos de turbulencias raciales y étnicas. El racismo sistémico en el deporte es legendario y opresivo; un arma poderosa para humillar y arrebatarle la dignidad al competidor. En su libro, El arte de bregar, precisamente Díaz Quiñones relata la manera en que Víctor Pellot Power, el otrora toletero de finas facultades beisboleras, “bregaba” con la exclusión racista que disminuye al oponente. Héroe de la cultura popular, las anécdotas de Vic Power para resistir los ataques fueron innumerables. Es el arte que los migrantes tienen que pulir para sobrevivir en adversas condiciones, manejándolas con silencio o humor doloroso, o desoyendo con disimulo las agresiones subliminales. Similares embestidas las soportó, más tarde, la figura mítica de Roberto Clemente: desde burlas a su acento en inglés hasta hipocondrías que cuestionaban su integridad deportiva fingiendo enfermedades.
En otros deportes, el racismo y las discriminaciones no parecen menguar; por el contrario, parecen haberse exacerbado en estos años aciagos en que los supremacistas blancos vienen por sus privilegios en diversos puntos del planeta. Por eso, tal vez, recuerdo con tanta nitidez la memoria de aquellas (in)justas deportivas, aquel drama trágico y burdo entre culturas caribeñas. Todavía me resulta impensable cómo es posible exhibir esos dejos de prejuicio racial; nosotros, que tanto hemos sufrido las mismas desgracias del migrante que busca dejar atrás el insoportable peso de la pobreza.
* El autor es Dennis Alicea publicado originalmente en 80 grados. Compartido bajo Licencia Creative Commons.