
La gastronomía es televisiva. ¿Cómo no iba a serlo si todos comemos varias veces al día y en sí mismo, lo culinario es ampliamente considerado como uno de esos ámbitos generadores de habitus, que diría Bourdieu, que nos enclasan y, muy frecuentemente, contribuyen a proyectar nuestras aspiraciones de elevación social? ¿A quién no le gusta presumir de conocedor de vinos, como bebida más cargada de significado elitista cultural? Por otro lado, la figura del chef mediático -hombre, normalmente, en una actividad de tradicional confinamiento femenino- es, sobra decirlo, un elemento central en las parrillas, nunca mejor dicho, de medio mundo. El formato más habitual, el de la preparación de algún plato más o menos trabajoso en falso directo mientras se va comentando el proceso y otras anécdotas, ha dado paso a otros modelos que acentúan más la dimensión de concurso y, últimamente, también la del reality show. De todo esto tiene el exitoso programa de Televisión Española Masterchef, que en su octava temporada, dedicó una de sus secciones (“Prueba de exteriores” – 1:16:24) a Gran Canaria en sentido amplio y, según los responsables del programa, a preparar “un menú basado en la gastronomía canaria”.
La sección impacta por la calidad de sus recursos en cuanto a imágenes de la isla, grabadas seguramente con drones y que sirven para ilustrar lo que en varias ocasiones se define como “paraíso”, “las montañas sagradas”,… Esta última fórmula parece haber acabado por oficializarse para referirse a lo que los grancanarios hemos denominado desde tiempos ancestrales como “la Cumbre”. Desde que el Cabildo de la isla se puso manos a la obra para lograr que el Paisaje Cultural de Risco Caído y de las Montañas Sagradas de Gran Canaria fuera nombrado como Patrimonio de la UNESCO, con notable éxito, la denominación “Montañas sagradas” se acuñó públicamente. Falta perspectiva para saber si estamos ante otra sentencia de muerte ante un canarismo como “cumbre” o si, por el contrario, el pueblo canario sabrá defender este pedazo de su patrimonio lingüístico, no tan celebrado pero sí merecedor de su defensa. No me imagino a los grancanarios diciendo “este sábado vamos a las Montañas Sagradas”, en vez de “a la Cumbre” pero tampoco me los imaginaba vosotreando y mira…
Y, abundando en la lingüística, una cuestión espinosa se abrió paso tras la emisión del programa el pasado 9 de junio. Muchos televidentes reaccionaron airadamente ante el calificativo de “troglodita” asignado a la población que habita las cuevas de nuestra Cumbre desde siglos antes de la conquista española y, por supuesto, posteriormente. Es innegable que hay terreno para la confusión. Si bien la primera acepción del adjetivo “troglodita” en el DRAE fue con total seguridad la usada en varias ocasiones durante el programa por la voz en off, presentadores e intervinientes (“que habita en cavernas”), la recepción mayoritaria de dicho adjetivo parece haber sido más a la que hace referencia la segunda acepción: “persona bárbara y cruel”. La reacción no se hizo esperar, en una de esas polémicas en las redes sociales en la que todo el mundo tiene algo de razón pero nadie tiene toda la razón. En cualquier caso, lo verdaderamente importante a mi juicio es que cuesta imaginar una defensa así, hace algunos años, de unas formas de vida de las cuales muchos de los canarios actuales venimos.
Pero entrando de lleno en la cuestión gastronómica, un asunto merece cierto detenimiento. Los cultivos de café de Agaete -uno de los protagonistas indiscutibles del programa- son descritos por uno de los presentadores como “las únicas plantaciones de café en Europa (…) las ubicadas más al norte del mundo”. Más adelante, el presidente del Cabildo grancanario, Antonio Morales, afirma que “el café europeo tiene sabor grancanario”. No es un debate desconocido para los canarios y, por lo visto, tampoco ha sido superado. ¿Debemos ubicar geográficamente a Canarias en Europa dada su pertenencia a la Unión Europea con el estatus de Región Ultraperiférica? ¿Haremos lo mismo con los productos cultivados en Martinica, Guyana Francesa, Mayotte, etc.? ¿Todavía no nos hemos despojado del descentramiento inducido que nos impide ubicarnos de manera correcta en el globo terráqueo? Creo que no es en absoluto disparatado asumir que un café cultivado en Canarias sólo puede ser un café africano, que en Europa no se puede cultivar café por las condiciones climatológicas derivadas principalmente de la geografía. ¿No sería más “inteligente” reclamar la genuina raíz africana de nuestro café dado el hecho de que este cultivo tiene su origen precisamente en uno de los países del continente africano, Etiopía? ¿No lo convierte esta proximidad a su raíz histórica precisamente en más auténtico si cabe? Uno tiene la impresión de que se perdió una excelente oportunidad de “poner las cosas (y los países) en su sitio”, de reivindicar el “kilómetro cero decolonial” y se optó por seguir por la manida senda de “la España tropical”, la música de Juan Luis Guerra de fondo y los conductores del programa reproduciendo torpemente y sin gracia alguna los clichés habituales en este tipo de productos “culturales”: “estamos en Cuba, mi amooooool” (sic).
Mientras tanto, unos afanados concursantes se esfuerzan en preparar ese “menú basado en la gastronomía canaria” consistente en “calamar y cigala con salsa americana de café y curry”, “cherne asado con demi glace y chutney de piña y guindilla verde”, “conejo en salmorejo con falso risotto de queso de flor y chip de piel de papa” y, de postre, “ravioli de guayaba rosa, mascarpone y mango”. Salvo en el primer caso, donde la conexión es directamente nula, la relación entre estas elaboraciones y la gastronomía canaria no escapa a la habitual gourmetización del gusto popular que cuenta en la televisión con un aliado formidable: se toma como base un producto o elaboración tradicional y se busca su “subversión” a través de diversos mecanismos como, por ejemplo, su alianza con productos o elaboraciones de otras latitudes estableciendo en muchos casos combinaciones inverosímiles con las que se busca sorprender al comensal. Esto puede adquirir rasgos de genialidad o quedar en simple pastiche. Como no somos críticos gastronómicos, no entramos en terreno ajeno y nos centramos en los significados culturales que podemos extraer de un producto como un programa de televisión así.
Uno de los puntos fuertes de este tipo de programas es, en mi opinión, el de transmitir la ilusión de que todos podemos ser “Ferrán Adriá por un día”. Encarna el cocinero catalán mejor que nadie la genialidad a la que aludía antes, no exenta de popularidad mediática. Es para muchísima gente, en el sentido estricto de la palabra, envidiable. Nos gustaría ser como él. Como espectadores, admitimos tal ingenuidad porque la realidad es poco soportable: la mayoría de técnicas y elaboraciones (también los aparatos, utensilios, cocinas, vajillas, uniformes, etc.) que identificamos con la alta cocina o, más recientemente, la cocina creativa, no están al alcance sino de aquellas personas que disponen de tiempo y frecuentemente capital para dedicar una porción de vida a su aprendizaje y dominio. Algunas lo hacen incluso aceptando larguísimos periodos de trabajo gratuito, en condiciones cuasi medievales, recibiendo como supuesto pago el privilegio de haber sido becario en tal o cual restaurante con su correspondiente chef mediático al frente. Sin embargo, más allá de esa ensoñación momentánea que nos proporciona la televisión, el común de los mortales debemos conformarnos con, en el mejor de los casos el recuerdo de lo que, como sagazmente señala Aduriz, sólo recientemente se ha venido a llamar “cocina tradicional” y, tradicionalmente, se conocía como “cocina casera” o incluso “cocina de la abuela”.
Nos movemos entonces en un doble plano ilusorio en el que los concursantes son casi unos enviados de nuestro planeta a una civilización superior de esferificaciones, emulsiones y trampantojos, ante la cual aceptamos ser engañados a cambio de la promesa de felicidad. Quedamos nosotros, detrás de la pantalla, en nuestro mundo de sabores tradicionales, cada vez más lejanos en nuestro recuerdo, humildes frente a semejante despliegue técnico, y, seguramente, las terriblemente abominables certezas de la comida preparada y los alimentos ultraprocesados. No es de extrañar que en la mayoría de estas (re)creaciones abunde el juego de la mentira, el falso risotto, el ravioli que no es un ravioli y salsas americanas que, en realidad, son armoricanas. La mise-en-place convertida en mise-en-scène.
Así, llegamos a la conclusión de que el tono de publirreportaje al que no escapa el programa, es precisamente el adecuado para lo que allí sucede. Se nos anuncia una gran comida con sesenta productores de café pero es fácil distinguir entre los comensales a políticos -que siempre toman la palabra-, cargos y funcionarios del Cabildo, etc. ¿Y los productores? ¿Por qué no toman la palabra? Deben ser poco mediáticos, fantasmas que habitan entre nosotros pero que no pueblan ese mundo de luces y focos. Son, paradójicamente, también espectadores. Se percibe el juego al que ha sido invitada la nomenclatura habitual: los matices, retrogustos, colores, sabores equilibrados, etc. inundan las intervenciones. ¿Usamos esas palabras cotidianamente como usamos «Cumbre»? Es lo que se espera: también en ellos debe haber un crítico gastronómico, un connoisseur. Mientras tanto, fuera del espectáculo televisivo, nuestro recetario agoniza en las cocinas familiares y de los restaurantes puesto que se ha impuesto la idea de que basta con reivindicar el producto local y si acaso, mezclarlo con algún otro producto venido del otro confín del planeta (aquí importan poco los kilómetros) para volver a levantar el telón de “nuestra rica gastronomía”. Será, si alguien no lo remedia, uno de esos fantasmas “sagrados” que pueblan nuestra memoria y que, como en los castillos medievales, forma parte de su historia pero nadie ha visto con certeza.
https://youtu.be/ezEW_X6mpa4