
Aquellos muros desgastados formaron parte de nuestra primera infancia. Primero la pared no tenía pintura, luego se pintó de blanco y posteriormente se cambió la pared. Soy de la generación de los 80, de los millenials que vieron como sus colegios antiguos y gastados de barrios se mejoraban y reformaban. La educación pública en Canarias tiene muchos déficits pero no podemos minusvalorar los avances ingentes en nuestra educación en la primera década de los 90. Yo no sabía quién hacía tantas obras, pero el colegio se quedó convertido en algo decente, un centro donde había estudiado mi padre y que no había cambiado casi en veinte años, durante mi etapa estudiantil sufrió reformas que lo cambiaron y mejoraron por completo.
Las mejoras no solo fueron a nivel estético sino también a nivel académico. Con mucho por hacer sí, con una educación poco centrada en Canarias y con muchos desajustes entre centros, pero con unas mejoras evidentes y palpables en relación con el marco de referencia. Mi colegio era un centro educativo de barrio obrero, con familias con limitaciones económicas y algunas familias desestructuradas. Pese a la marca de clase que nos persiguió, algunos conseguimos estudiar. Lo hicimos, en gran parte, por las mejoras de nuestro sistema educativo. En mi caso, estrené la ESO en el remozado instituto de mi barrio. Una experiencia piloto con sus deficiencias, pero de sumo interés donde aprendí a pensar como primera marca de que el sistema estaba caminando.
Todo eso fue posible gracias a un esfuerzo inversor importante en lo público. Mis padres malamente podían pagarme el material escolar, como para poder pagarme un colegio concertado. Algún vecino presumía que su hija iba a un conocido colegio religioso femenino. Yo, que ni siquiera di religión, eso me parecía una suerte de educación que no cabía en mi cabeza con profesores que me hablaban de homosexualidad, de dictaduras, de ética o de budismo. Encima había una patente de corso, pareciera que esa muchacha estudiaba a un nivel más alto que las pibas y pibes de mi clase. Nada más lejos de la realidad. No solo eso, de por medio había un diagnóstico de clase. Recuerdo la anécdota de un libro de lectura que debía entregar resumido el lunes y el viernes anterior mi padre no había cobrado. Con mis insolentes 13 años me tuve que tragar el orgullo y pedirlo fiado en el bazar del barrio. No creo que a aquella muchacha que estudiaba en las monjas le pasara lo mismo.
Por eso no puedo estar más en desacuerdo con la diputada Ana Oramas en su encendida defensa de la educación concertada. No estoy en contra de la educación concertada, creo que debe existir como forma de garantizar la pluralidad de la sociedad. Por donde no paso es que tenga que acogerse a ayudas públicas. Porque si financiamos a la educación privada y concertada no podremos atender los grandes desafíos que tiene por delante la pública, más en época de pandemia. Con colegios todavía con barracones con deficiencias, con cuotas profesor-alumnos insuficientes y con dificultades para tener material escolar de calidad en los centros, la concertada no entra en la ecuación, con pandemia o sin pandemia.
En defensa de la educación concertada. pic.twitter.com/ifF6iaDzs7
— Ana Oramas (@anioramas) July 3, 2020
La educación, como todo en esta vida, puede ser un negocio. Por ende, lo que es negocio pervierte un poco la vocación de servicio público, porque es normal. Por otro lado, las ideas, la educación y como piensa un educando, es una bicoca de influencia para ciertos lobbys. Ante esos intereses está lo público, que debe ser lo más objetivo posible y es donde podemos exigir. Si un colegio no es rentable a nivel de negocio, no es problema de un Estado. Es un problema, si acaso, de sus dirigentes. Como una panadería o un periódico.
En definitiva, reitero que no comparto para nada la defensa teatralizada de la concertada por parte de la señora Oramas. No solo eso, me quedo absorto ante las recriminaciones a sus señorías de no pisar la calle, como también sorprende a David Ojeda en Canarias 7. A riesgo de parecer obvio, recordar que Ana Oramas lleva más de 40 años en cargos públicos. Aún con la posibilidad de equivocarme, afirmaría que Ana Oramas no ha pisado un colegio público en su vida, como mucho en su visita a las 3.000 viviendas. Los intereses particulares nunca fueron un problema que competa a lo público…