Ahora que con las revueltas norteamericanas se aviva el debate sobre los atropellos del colonialismo y se acelera la caída de estatuas de Colón y esclavistas varios, veo proliferar en redes expresiones de honda preocupación por lo que consideran ocultamiento o incluso manipulación de la historia. Hay hasta quien se atreve a reclamar que no juzguemos el pasado histórico con los ojos del presente.
Vamos por partes: puede ser criticable que haya tenido que ser una revuelta antirracista norteamericana la que prenda la chispa de la protesta en otros lugares del mundo, cuando en esos otros lugares nunca han faltado el racismo ni el maltrato, con casos conocidos de abuso con resultado de muerte a manos de la autoridad. Cierto es que vivimos insertos en el imperialismo cultural norteamericano, que nos lleva a percibir como propio lo que allí ocurre y ajeno lo que tenemos aquí al lado.
Lo que no tiene ni pies ni cabeza, sin embargo, es que tumbar monumentos dedicados a esclavistas y colonizadores sea borrar o tergiversar la historia. Una estatua no tiene por objeto instruir ni dar a conocer la historia, sino exaltar, celebrar o conmemorar a alguna personalidad que merece ser recordada en sociedad por haber contribuido al avance y mejoramiento de la comunidad. Y ese no puede ser nunca el caso de quienes promovieron o incluso participaron directamente en el saqueo y explotación de otros pueblos (o del propio). Mal que a muchos les pese, ese fue en buena parte el papel de Cristóbal Colón.
En realidad estamos ante el choque de dos relatos. De un lado tenemos el relato hegemónico elaborado durante siglos por las potencias colonizadoras, relato que ha impuesto sus razones y sus figuras, y que hasta no hace tanto ha tenido valor de ley: el encuentro de culturas, el enriquecimiento mutuo, la empresa civilizadora… Cuestionar ese relato venía a ser cuestionar el conocimiento científico, reclamar la existencia de otras perspectivas era ponerse del lado del oscurantismo chamánico, exponerse al ridículo y al escarnio cientifista, moralmente superior.
De otro lado, los históricamente vencidos han ido construyendo con mil trabajos su propia narrativa, siempre denostada, siempre menospreciada, pero cada vez más sólida, hasta el punto de empezar a poner en serios apuros la versión hegemónica. Las vejaciones sin cuento de los pueblos explotados ya no pueden seguir viéndose como un mal necesario para alcanzar un bien superior (¿bien para quién?). Este choque de visiones sobre la historia que viene fraguándose de mucho atrás (hace tiempo, por ejemplo, que Hernán Cortés apenas tiene presencia pública en México) es el que ahora corre como la pólvora, paradójicamente gracias al imperialismo cultural que ha servido para imponer el relato hegemónico. Es la resistencia de este relato hegemónico a aceptar la nueva narrativa lo que vemos detrás de las acusaciones de manipulación y ocultamiento de la historia.
Como ya hemos dicho en otras ocasiones, el lugar de Canarias en la historia no está en el relato hegemónico, mayormente porque ese relato no sólo la ignora, sino que la rechaza por ajena. Todos los esfuerzos que vemos a diario por insertarnos ahí no es que sean inútiles, es que son dañinos por cuanto nos alejan del autoconocimiento y por tanto de nuestros legítimos intereses. El momento que estamos viviendo es propicio para profundizar en nuestro conocimiento como primera colonia moderna y asumir nuestro papel en el mundo, papel que debe basarse exclusivamente en nuestras coordenadas históricas propias y únicas. Ese papel se inserta necesariamente, si bien en un lugar específico, dentro de la nueva narrativa superadora de lo colonial.