La serie de Movistar + El Día de mañana relata la historia de Justo Gil, un aparente personaje literario de la novela homónima de Ignacio Martín de Pisón. Justo Gil es un joven de pueblo que se instala en Barcelona en pleno franquismo con la intención de que su madre se cure de su enfermedad. Nadie sabe a qué se dedica ni cómo progresa. Tontea con grupos anarquistas y antifranquistas que, curiosamente, acaban delatados. Incluso mercadea con el amor. Nada en la vida de Justo Gil es de verdad. Es un soplón de la Policía franquista, esa es la única verdad de su vida y su ascensor social.
El autor de la novela destaca que la paranoia de la dictadura franquista creó un estado de soplones y chivatos. No sabías quién te iba a denunciar, no sabías qué decir ni qué opinión expresar. Un estado propio de las dictaduras, que alimenta adulones, chivatos y soplones de toda calaña. Un ascensor de mediocres y adulones, con la premisa del control ideológico y político de la población. Para seguir con el retrato, recuerden Guarapo. El cacique Ventura está abusando de un hombre del pueblo con problemas de epilepsia en un bar. En vez de afear la actitud, el resto se ríe de la situación. Nadie recriminaba al poderoso, tenía carta blanca para abusar. Y, de paso, adular libraba de ser objeto de burla y aseguraba el trabajo en las plataneras. Lo que se llama vivir de rodillas.
En los tiempos del coronavirus nos hemos acostumbrados a una suerte de policías de balcón con la intención de denunciar a cualquiera que, bajo su opinión, esté infringiendo las normas. Normalmente es la primera persona que se salta o saltará las medidas necesarias de cuarentena, lo digo con conocimiento de causa y con casos reales en la mente. Llegaron al cenit de su juicio público el pasado domingo, el día que se permitía por primera vez que los niños y niñas dieran un paseo de una hora a un kilómetro de distancia de sus viviendas con uno de sus padres.
Las redes, inmisericordes y capaces de lo mejor y lo peor en esta crisis, censuraron a los padres y madres por irresponsables. Una generalización falaz de la que fueron partícipes algunos medios de comunicación, en los últimos tiempos a remolque de lo más torticero de las redes sociales. En mi muro de Facebook me quejé de la actitud reaccionaria, generalizadora y peligrosa de los censuradores, y no faltó quién criticó mi postura. Pero lo sigo manteniendo.
Condenando como el que más a los incumplidores, me cuesta creer que la mayoría de los padres y madres fueran (¡fuéramos!) unos irresponsables. De fondo, una suerte de juicio de la actitud de los otros, el famoso «somos los más tontos y nos van a encerrar otra vez», que no sé si esconde más el autoflagelamiento, el masoquismo o el complejo. A lo largo de la semana he repetido el paseo infantil de una hora y no he visto un solo incumplimiento. Es una pequeña escala, pero no deja de ser un dato objetivo, no como una foto cuando algunas pudieron ser incluso manipulada, sin dar tampoco patente de corso a esas informaciones, porque en los tiempos del COVID ya es difícil discernir sin datos concluyentes qué es verdad y qué no.
Como periodista y presunto especialista en comunicación (así me habilita mi título y el ejercicio de mi profesión) estoy aterrado ante la comunicación en esta crisis sanitaria. Las mentiras y medias verdades llegan directas a los teléfonos móviles de una población asustada y en muchas ocasiones indefensa, sin quitar ni un ápice de culpa al receptor ávido de sangre. Me llega un audio de una persona que invita a todo el mundo a llenar las calles, que todo lo que dicen es mentira y que todo es una estrategia de Pablo Iglesias y los suyos «que son asesores fiscales de Venezuela» para luego convertirse en salvadores. Otros se quejan de la falta de test, que solo se lo hacen a los «suyos», a saber quiénes son esos. Vídeos de médicos que se quieren hacer famosos, presuntos autónomos que relatan su experiencia («yo no soy de ningún partido», no te lo crees ni tú), artículos con mentiras procedentes de la caverna mediática…
Un fenómeno comunicativo que ha convertido la posverdad en el día a día, en una forma de vida, en un modo de comunicarse. Porque después cualquier conocido es capaz de mandarte un audio, con datos inventados, en los que habla «de una amiga de un amigo que es enfermera», que «dicen que en Canarias hay más infectados pero la patronal turística los quiere ocultar» o te interpelan, «¿a qué es verdad que el coronavirus fue provocado en un laboratorio? Tú tienes que saberlo que eres periodista». Hablar sin pruebas y sin argumentos se ha extendido. No conoce de clases sociales ni de grados educativos. En cada momento creemos lo que queremos creer y no lo que es. Estamos rabiosos y un texto (mejor un vídeo, más viral) que toca nuestras entrañas nos da alas para soltar nuestra rabia.
Por todos es conocida la estrategia de comunicación de masas interesada liderada por personajes tan poco inocentes como Steve Bannon, cuyas formas se han extendido para posibilitar el ascenso de Trump, Boris Johnson, Bolsonaro o Salvini. Trabajan a través de bots que van inyectando información envenenada, escogiendo al receptor de una base de datos de potenciales cautivos. Decir que la comunicación está prostituida y, que la crisis sanitaria nos ha dado otra muestra, no es sino reflejar la realidad. Es difícil parar ese fenómeno, más que haciendo buen periodismo. Pero siempre vendrá un vídeo que te revuelva las tripas y para el receptor indefenso será más sencillo. Hace tiempo que la comunicación se escapó de la mediación de gobiernos y profesionales, lo cual tiene una parte muy positiva, pero otra que no lo es tanto, y la estamos viviendo. Los buenos productos, los buenos análisis, quedan enterrados en una maraña de vídeos virales realizados por auténticos embusteros.
Yo, desde mi ventanita de Tamaimos, solo pido que compruebes todos los datos que te llegan, que desconfíes de discursos que se presentan como subversivos por definición (léelo antes de que lo censuren) y que no hagas caso al que te quiera revolver las tripas. La situación ha sido, es y será lo suficientemente dura como para encima envenenarte con mentiras interesadas y construidas a medida para tocarte lo más sensible.
Termino con una reflexión objetiva y que seguro que no gustará a todo el mundo. En Canarias hemos hecho las cosas bien, hemos cumplido el confinamiento y buena parte de las buenas cifras es un éxito de nuestra población. Otros lo prefieren atribuir a la suerte, pero no puede ser que a los alemanes les vaya bien «porque son civilizados» y a nosotros por nuestro clima o fortuna. La reflexión mezcla interés y complejos a partes iguales. Tampoco te creas estas falacias, aunque te las diga un tertuliano que presuntamente tiene potestad para hacer esa reflexión.