
Conversando con más residentes y especialistas en Salud Pública, solemos compartir la opinión de que el COVID-19 supone la peor crisis sanitaria del último siglo. Una enfermedad que va a dejar huella en las sociedades de todo el mundo, tal y como lo hizo la famosa gripe de 1918.
Dos aspectos, a mi juicio, representan los principales problemas de esta enfermedad: la velocidad de contagio y las importantes diferencias en la letalidad entre jóvenes y ancianos.
En Canarias, el trabajo eficiente de los epidemiólogos de Salud Pública hizo que el caso de La Gomera primero, y en Tenerife después, se solventaran de forma excepcional. Pocas personas serán conscientes mañana, pero gracias a esa labor Canarias no está hoy peor que la Comunidad de Madrid: es una realidad matemática que ese trabajo salvó y muy probablemente salve numerosas vidas. Sin embargo, resulta paradójico comprender que esa acción conllevó también cierta ilusión en todo el Estado de que la estrategia de contención sería suficiente. Con esa velocidad y pudiendo tener infecciones a partir de personas asintomáticas, hoy sabemos que es altamente improbable su contención y pasan a ser las medidas de confinamiento y distanciamiento social las más efectivas. Con un número todavía bajo de casos notificados en Canarias (más aun si los vislumbramos como ocho brotes epidémicos distintos en territorios con una comunicación limitable entre sí), hay esperanza de que las consecuencias en unos meses hayan sido menores a las de la Comunidad de Madrid e Italia. Eso sí: solo si se cumplen las medidas a rajatabla.
En cuanto a la letalidad, cualquier persona que lea esto podrá recordar cómo hasta bien entrado febrero había un mensaje de cierta banalidad (el «es una gripe»), algo que contrasta con la realidad actual de alarma. Aunque los números tenían similitudes, hay algo que no se comunicó tan pronto: mientras para jóvenes resulta muy raramente en más que una tos o fiebre leve, las personas muy ancianas tienen probabilidades de fallecer que llegan al 20% en hombres y 13% en mujeres en el caso de Italia. La inespecificidad de los síntomas en los primeros potencia la capacidad de contagio y la mortalidad en los segundos. En este contexto, con una población más envejecida que la china, la letalidad global que midamos será sensiblemente mayor.
No obstante, el números de fallecidos en los próximos meses no solo podría ser consecuencia directa del COVID-19. Indirectamente, un impacto probable de esta enfermedad puede ser el retraso en la asistencia urgente de otras enfermedades. Con un número limitado de camas públicas en Canarias, para ello cobra especial relevancia haber pasado a gestionar públicamente los centros sanitarios privados. Coordinar estos centros, aumentar camas de UCI y el necesario incremento de plantilla del 112 serán tres enormes retos sanitarios en las próximas semanas que debe afrontar Canarias para minimizar los efectos indirectos de esta crisis.
Canarias solo podrá salir adelante con el mínimo de consecuencias para todos si nos apoyamos, si apoyamos a nuestros profesionales.
Ese apoyo consiste en mantenernos en nuestras casas. Debemos insistir en este mensaje, insistir con nuestras familias y con nuestros amigos. Estamos empezando, y el número de casos seguirá creciendo. Es el momento de cumplir nuestra responsabilidad, y exigirla al resto.
- El autor es Francisco Rodríguez, Egresado en Medicina por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y médico residente en Salud Pública del Centro Nacional de Epidemiología. Envío el artículo para su publicación en Tamaimos.com.