«La extorsión, el insulto, la amenaza, el coscorrón, la bofetada, la paliza, el azote, el cuarto oscuro, la ducha helada, el ayuno obligatorio, la comida obligatoria, la prohibición de salir, la prohibición de decir lo que se piensa, la prohibición de hacer lo que se siente y la humillación pública son algunos de los métodos de penitencia y tortura tradicionales en la vida de familia. Para castigo de la desobediencia y escarmiento de la libertad, la tradición familiar perpetúa una cultura del terror que humilla a la mujer, enseña a los hijos a mentir y contagia la peste del miedo. ‘Los derechos humanos tendrían que empezar por casa’ me comenta, en Chile, Andrés Domínguez».
Es una de las tantas reflexiones imprescindibles que deja El libro de los abrazos de Eduardo Galeano. Toda la cita es recomendable, pero me quedo con la última frase, la que más se ajusta al objeto de este texto: «los derechos humanos tendrían que empezar por casa». Añadiría que no solo en el ámbito doméstico, también en el privado más cercano y compartido. He escrito muchas veces sobre la mujer, sobre feminismo, sobre ochos de marzo y sobre veinticincos de noviembre, no sin sentirme un poco intruso, el intrusismo de no conocer en esencia los problemas a los que se enfrenta día a día una mujer en propia piel, pese a tener madre, hermanas, cuñadas, novia e hija. Pero qué cómodo se siente uno cuando habla desde los privilegios.
No me malinterpreten; volvería a firmar todos esos textos y no me siento para nada un impostor por interesarme por el feminismo, por la igualdad efectiva de la mujer. Porque desde terceras miradas se aportan también visiones de interés y porque los hombres somos los más interesados, o debiéramos serlo, en fomentar la igualdad. Me aterra que todavía se discuta el término feminismo para definir la verdadera igualdad cuando es comunmente aceptado y explicado que se trata de igualdad. Me resulta un anacronismo que todavía haya machos alfas empeñados en mantener sus históricos privilegios de género. Me horroriza que algún australopithecus te recuerde que algún hombre asesinado habrá, cuando la violencia machista mata más que el terrorismo.
Es el momento de que los hombres demos un paso al frente y reclamemos la verdadera igualdad. Solo así construiremos una Canarias y un mundo mejor. Revisarnos los privilegios, repensar nuestras actitudes y ponernos en la piel de nuestras compañeras, nuestras hijas, nuestras madres o nuestras amigas. Esta reflexión, que no acabo de concretar y profundizar, se forjó una noche. Con mis auriculares sin cables, cruzaba un puente oscuro. Eran las 23:45. Nada me perturbaba. Escuché un ruido, eran unos pasos. Miré atrás, venía un hombre de trabajar con su mono. Era oscuro y de noche, el ruido de sus botas era significativo, pero no tuve ni un solo atisbo de miedo.
Me di la vuelta y seguí mi camino. El hombre, de unos 45 años, corpulento y a paso apresurado, me adelantó por la derecha rumbo a su coche. Yo ni siquiera le facilité el paso, aunque había hueco de sobra. Seguí en lo mío hasta que me paré. Me acordé de varios casos de mujeres atacadas en ese tipo de situaciones. También de las que no lo son pero sienten miedo de presencias inesperadas de ese calibre. La idea me descolocó, me puso un nudo en el estómago. ¿Cuántas mujeres no pasarán de noche por ese puente por temor a ser atacadas? De hecho recordé un episodio de una chica que se vio perseguida en ese mismo lugar y cuyo caso había conocido. La versión «oficial» de las personas que me lo contaron fue que «debía ser un loco», pero no le podemos dar carta de normalidad (o mejor dicho de anormalidad) a estas situaciones.
Seguí mi camino, subí la cuesta con una desazón importante y mi tranquilidad se convirtió en impotencia. Llegué a mi casa, allí estaban mi compañera y mi hija. Es posible que ellas no puedan pasar en ningún momento de su vida ese puente sin sentir miedo y eso es una tragedia que estamos tolerando como sociedad. Apenado por una culpa que, aunque no era mía, la sentía en mi espalda, di un beso en la cabeza de la pequeña que dormía ajena al mundo que se iba a encontrar. Un mundo que todavía normaliza el miedo de las mujeres, en el ámbito público y privado. El estereotipo de masculinidad es una losa insoportable para los hombres que nosotros mismos debemos combatir. Posteriormente me puse el delantal y fregué los platos. Es la hora de que los hombres levantemos la voz, de una maldita vez, por la igualdad, por denunciar situaciones que son veladamente tragedias sociales.