El barrio es gris, lleno de carreteras, con pocas zonas verdes y con solo algunos servicios. Los supermercados, los bares, la carnicería, los talleres… nada llama tanto la atención. En medio de todo aquel panorama se levanta una casa de apuestas. Luces llamativas, incitación al juego y al dinero fácil. Dinero, justo lo que más falta en el barrio, justo de lo que adolecen las clases populares y justamente lo que trae por la calle de la amargura a miles de familias. Los pibes, las pibas, crecen en ambientes sórdidos, de privaciones. A todas las cosas que les gustan se accede con dinero y eso es lo que más falta hace en sus familias.
Un día la ven. Sabían de ellas a través de anuncios de Internet, pero no solo. Su equipo de fútbol favorito lleva publicidad de una de ellas en su camiseta. Aquel delantero que mete goles hasta con las orejas anuncia que si eres listo apostarás y que está chupado ganar. ¡Encima te dan 100 euros de bienvenida! En fin, una ganga. Apuestas primero de manera tímida por Internet. Ganas porque un equipo austriaco lanzó seis saques de esquina. Luego el campeón de la liga húngara marcó más de tres goles al antepenúltimo. Chupado. ¡Ganas 7 euros! Los vas apostando y vas perdiendo. Un buen día te acuerdas que existe una casa de apuestas en tu barrio de la franquicia en la que sueles apostar. Es fácil de recordar y fácil de observar. Es como tener Las Vegas en frente de tu casa.
Espera, hay un problema. Eres menor de edad. Con tus 14 añitos no vas a poder entrar. Tienes 20 euros que te dio tu abuela en el cumpleaños. Perdí en Internet mis 7 eurazos, pero recuperé lo que aposté. Los 20 euros de la abuela, una pensión de la que vive en parte tu familia, estarán a salvo, bien invertidos. Pero sigue el problema de cómo entrar. El hermano de tu mejor amigo tiene 19 años. ¡Ya está! Vamos los tres, solo tenemos que camelarnos al pibe, un asiduo de las casas de apuestas. Ahora trabaja con contrato temporal en una empresa de alquiler de coches en el Aeropuerto gracias a que sabe conducir y tiene carnet, se lo pagó su padre en su momento. De su sueldo se deja al menos 300 euros en las apuestas, pero ya le llegará el pelotazo algún día. Tiene pensado comprarse un Seat León FR con el premio. Conoce un colega que tiene un conocido que ganó 13.000 euros. ¡Lo que haría con 13.000 euros!
Igual que tú. ¿Qué harías con 13.000 euros? Para empezar no estar con tantas privaciones, salir del barrio de vez en cuando, ir al cine, comprarte un móvil nuevo, el que posees tiene la pantalla rota y es muy lento y quizá hasta me compraría unas playeras de marca. Las que calzas te están quedando hasta chicas y no vas a poder esperar hasta que sea Reyes o tu cumpleaños otra vez. Tu colega y su hermano aceptan. Se plantan una tarde de domingo delante de la casa de apuestas. La adrenalina te embarga. Entras con tus 20 eurazos y empiezas a apostar mientras ves los partidos en la tele. Esa noche ganas 6 euros, pero gastas 20. Vuelves el miércoles con lo que tienes. ¡Y esta vez ganas 35!
Te conviertes en asiduo en las casas de apuestas. ¿El dinero? Lo poco que te dan tus padres. «¿Por qué no sales mi niño?». «No tengo ganas, prefiero quedarme aquí». Es como una ruleta. Ganas, pierdes y te vuelves cerrado en ti mismo. Estás irascible, solo piensas en apostar. Tus padres no saben a dónde vas, pero te notan raro. El estrés no les permite ocuparse de ti. Un día quieres ir a apostar y no tienes dinero. «¡Ya está! El pantalón de mi padre. Allí siempre tiene algo suelto para el café y otros pequeños gastos». No lo piensas, lo coges. 11 euros. «Total, lo voy a recuperar». Pues no. Lo pierdes todo. Tu padre se pregunta dónde diablos metió el dinero. «No quiero sacar dinero para coger la guagua y los gastos de mañana, lo tenemos justo para el agua y la luz en el banco». «Deja que yo se lo cojo a mi madre y luego se lo pongo, no hay problema. Yo se lo digo y ya está. Seguro que se te cayó», escuchas a tu madre comprensiva, solucionadora.
El bolso de la abuela. Ahí está la solución. Primero fueron 10, luego otros 10, luego 50. Y el dinero nunca volvía al bolso. La abuela se empieza a mosquear. «Me está faltando dinero del bolso. Al principio era muy poco, ahora ya es mucho más». No sabes dónde meterte. «Mamá, el otro día te cogí 5 euros para Javi, ¿te acuerdas que te lo dije». «Sí mi niña, no hay problema. Es mucho más». Estás a punto de llorar. No tienes un euro en el bolsillo pero te encantaría ir a apostar para recuperar el dinero y que vuelva la tranquilidad a la familia.
En paralelo, durante todo este tiempo en las casas de apuestas has visto cosas que no te gustaría haber visto. El hermano de tu amigo no ha ganado los 13.000 euros, pero ha gastado mucho dinero. No solo en las apuestas, también en emborracharse. Cuando con el alcohol no se olvidaba de su mala suerte, comenzó con la cocaína. Iba al baño, con el uniforme de la empresa de alquiler de coches puesto, y encima de la tapa de la vasija colocaba la sustancia que dividía en tres rayas. «¿Qué miras, chiquillaje?», te increpa. Cada vez gana menos y consume más cocaína. Según dice tu amigo, que apuesta junto con él dado que no tiene un euro, ha llegado varios días tarde al trabajo y está apercibido.
En tu casa la cosa no se calma, cada vez tu abuela está más mosqueada hasta que llega un momento que las miradas se dirigen a ti. Rompes a llorar. «Si me das 5 euros apuesto y lo recupero». Tu madre se vuelve loca y decide poner el caso en manos profesionales acudiendo a un gabinete psicológico. Que te recuperes o no depende de ti. Nosotros, como sociedad, hemos tolerado y normalizado esta lacra social. El Gobierno Vasco prohibió las casas de apuesta y Canarias le ha subido los impuestos. Además, pretende regular el juego. Distintos expertos en la materia inciden en que el hecho que sea legal acerca mucho más este problema a nuestros jóvenes. Además, abogan por la prohibición de estas casas de apuestas, que se lucran a costa de la gente trabajadora, a quien más afecta perder dinero apostando. Estamos a tiempo, acabemos con el miserable negocio de unos cuantos y con la tolerancia al mismo.