Es otoño y las calles y los parques de esta ciudad se llenan de hojas secas, que raspan las aceras cuando el viento las empuja o se le pegan pastosas si llueve. Llevo tantos otoños en esta ciudad… De entre tantos, escojo un recuerdo. Es tarde en octubre y vengo caminando con mis hijos después de recogerlos de la escuela. Hay miles y miles de hojas en la acera, con las que mi hijo (entonces, 4 años) juega, y sobre las cuales dice: ‘Las hojas se están cayendo porque ya mismo es Halloween!’. Su hermana mayor, con el doble de la edad, se ríe y lo corrije: ‘se están cayendo porque es el Fall’. ‘El o-TOOOÑO!’ corrijo yo, pero nadie escucha. ‘Se están cayendo porque es Halloweeeen…’, insiste el chiquito empinando el tono, con cierto disgusto de ser contrariado. Desde su ventaja de cuatro años mi hija me mira y se ríe, se da la vuelta y suelta: ‘Si no existiera Halloween las hojas como quiera se estarían cayendo’.
Una de las primeras cosas importantes que te enseñan en un curso de psicología es que correlación no implica causación: que dos cosas tiendan a co-ocurrir (ocurrir a la vez o consecutivamente) no es garantía de que una sea la causa de la otra. Y sin embargo la tendencia a conectar en términos de causa-y-efecto esto que pasó antes con aquello que pasó después, o esto que me dijiste con aquello que me hiciste es fuertísima y muy difícil de suprimir. Quizás en parte porque, de hecho, miles de veces al día, dos cosas que co-ocurren sí están vinculadas de forma causal (abres la puerta porque toqué, me saludas porque te saludé, te despides porque me estoy despidiendo..)
En los años cuarenta el psicólogo canadiense Donald Hebb buscó explicar lo que pasa a nivel celular en un cerebro cuando una asociación entre dos eventos o cosas previamente inconexas se establece y persiste. El modelo que desarrolló, aún vigente hoy, se resume así: ‘neurons that fire together, wire together’, las neuronas que se activan a la vez, se empatan. Así, cuando algo que veo u oigo en mi ambiente evoca una idea, imagen, emoción o reacción en mi cabeza, mucho de lo que esté empatado con esa idea en mi memoria, muy probablemente, y con o sin mi consentimiento, también se activará. Y mientras más frecuente la co-activación, más fuerte la conexión. Es así como aprendemos a asociar la palabra agua con la experiencia agua, la experiencia agua con el vaso, el vaso con la sed, la sed con la cerveza y todo lo demás.
Ese modelo neurológico, conocido como ‘Hebbian learning’ (co-activación->conexión; ‘neurons that fire together, wire together’), es suficientemente general para explicar cómo es posible que todo lo aprendido por cualquier organismo vivo se vaya ensamblando y se pueda reactivar, incluyendo asociaciones emocionales y (en el caso humano) hasta inconcientes. El modelo es compatible con dos importantes observaciones sobre el cerebro, por un lado su gran plasticidad (su capacidad de reconfiguración y reaprendizaje) y su gran estabilidad y capacidad de integración. Además, no es incompatible con la importante idea de que ya al nacer, como miembros de esta especie, a los humanos se nos dé más fácil aprender unas conexiones o asociaciones que otras (distinguir entre palabras o caras humanas más bien que detectar la humedad del aire o el ángulo de inclinación del sol).
II.
Todo lo anterior hace al Hebbian learning una herramienta conceptual importante… Pero no suficiente. Su relevancia para esta columna viene en parte de lo que, por su generalidad, el aprendizaje hebbiano no puede explicar, o en todo caso de los problemas que esta gran capacidad general para aprender por asociación genera. En dos palabras, el aprendizaje hebbiano sostiene por igual tanto a lo cierto como a lo falso, o para ser más positivo, tanto lo que sabemos como lo que imaginamos. Así por ejemplo un niño llega a asumir que el caer de las hojas en otoño ocurre porque se aproxima una fiesta pagana y las hermanas mayores llegan a asumir que se las saben todas. Para dar cuenta del hecho de que las asociaciones que hacemos son psicológicamente reales bien sean ciertas o falsas o ni ciertas ni falsas, en la psicología a las asociaciones más estables a veces se les llama creencias (beliefs): creo que el sol me da vueltas, creo que estás escondido detrás del sofá, creo que me estás mirando, creo que soy feliz.
Mucho de lo que creemos es confirmado a diario y tan casualmente que más que ‘creerlo’ creemos ‘saberlo’. Creo que si abro la ventana entrará más luz, creo que si me caigo me ayudarás a levantarme, creo que si toco a tu puerta abrirás. Pero la distinción entre creer y saber a veces se vuelve borrosa, y es impresionante la forma en que las creencias y las presuntas ‘evidencias’ que las respaldan nos las pasamos de mano en mano sin demasiado escrutinio. Si yo tengo un catarro crudísimo por cinco días y al sexto me tomo el té de toronja con pimienta y moco de elefante que me recomendó mi tío y al séptimo estoy como nuevo, por qué habría yo de verme tentado a proclamar crédulamente que el té o las palabras mágicas me habrían curado, sabiendo bien sabido que los catarros por lo general me duran lo que ya me había durado éste? Y sin embargo… si la ingestión del tesito coincide en el tiempo con la mejoría, la ‘maquinaria asociativa’ de mi cabeza, ávida como está de reconocer patrones (‘pattern recognition’), casi me obliga a gritar, ‘Oyeeee! El té de moco de elefante funciona! Te lo recomiendo!’ ..Nuestra vulnerabilidad a los efectos ‘placebo’ (esa tendencia extraña a ‘sentir’ una mejoría por el simple hecho de saber o creer que se ha puesto en marcha una intervención o tratamiento en nuestro beneficio) es pasmosa.
Claro que no hay porqué esperar que todo el mundo esté siempre de ánimo para responderte como debería: ‘Mano, te confieso que suenas poco convincente. Si bien no discuto la mejoría en tu salud, no tengo forma de saber si ella sea de hecho el resultado directo de las causas a las que se la adjudicas; no conozco qué otros factores puedan haber estado en juego y por lo tanto desconozco cuál pueda ser la contribución relativa del té en tu mejoría y por lo tanto no estoy seguro de que deberías estar atribuyéndole todo el crédito por ahí. En fin, que suenas poco convincente’. Antes de ponerse a ejercer tanta cautela, nuestros juicios y nuestras memorias prefieren suscribir historias fáciles, con un solo ingrediente y un solo desenlace, de esas que nos ofrecemos a nosotros mismos cuando decimos, si yo hice la danza de la lluvia y entonces llovió, pues obviamente llovió porque yo hice la danza de la lluvia..
III.
Pero hay otro aspecto del aprendizaje hebbiano que a mi juicio es todavía más interesante. Es el hecho de que la activación de una red de asociaciones conlleva a su vez la supresión de actividad en las zonas vecinas no pertenecientes a ella. La activación de la red neural (‘neural network’) que se enciende en mi cabeza automáticamente cuando escucho la palabra ‘navidad’, la palabra ‘asalto’, requiere y conlleva la inhibición o desactivación momentánea de elementos que no forman parte de ella. Esta supresión selectiva ofrece la gran ventaja de mantener mi mente o la tuya enfocadas en el campo de acción o asociación relevante (esto que estamos haciendo o discutiendo ahora). Si algo que has dicho o he visto me ha hecho pensar en la navidad antes de que tú pronuncies la palabra ‘asalto’, es menos probable que ese otro sentido no-navideño de esa palabra se active e interfiera con mi proceso de entenderte. El ‘priming’, o la activación selectiva y automática de asociaciones aprendidas, hace más probable que mi cabeza comprenda correctamente el contexto de lo que me dices y que apague oportuna e inconcientemente todo lo que no viene al caso, dándole severamente la espalda cada segundo a gran parte de lo que en principio podría ver, sentir, pensar, entender. Una demostración famosa de un tipo de apagamiento selectivo parecido en el plano de la percepción visual es el fenómeno llamado ‘change blindness’ en el que tiendo a perder de vista lo que tengo ahí justo al frente si estoy atareado con otra cosa que tengo justo al frente también (breve video aquí, Simons & Chabris).
En la vida de un animal, esa capacidad de activar y apagar puntualmente asociaciones aprendidas es cuestión de vida o muerte. En el caso de un animal humano, sin embargo, la ‘maquinaria asociativa’ del cerebro queda liberada (casi dejada al garete) por una especie de independencia respecto de estímulos (‘stimulus independence’), es decir por el hecho de que nuestra atención no está obligada a enfocarse simplemente en lo que percibo directamente, sino que corre libre por un plano de libertad asociativa mucho mayor, más espontáneo y exploratorio, amplificado por nuestra capacidad para aprender y usar lenguaje. Esa independencia de estímulo y la relativa separación (‘decoupling’) de mi ambiente inmediato que supone, hacen posible que florezca en nuestras cabezas una especie de ‘mental playground’, un ámbito de conexiones menos densas y más abiertas en el que toman forma sin grandes esfuerzos nuestros arranques creativos, nuestros juicios sensatos, nuestras obsesiones y nuestros disparates. En ese playground (cuyos columpios principales parecen estar localizados en la corteza prefrontal) algunas asociaciones son duraderamente accesibles (‘chronic accesibility’) y otras surgen y desaparecen de manera pasajera (‘transient accessibility’). Crónicamente accesibles te son tu propio nombre, el significado de las palabras comunes, los nombres de cosas que siempre van juntas (Romeo y ________, arroz y ________, Wisín y _______). Pasajeramente accesible te es lo que queda preactivado (‘primed’) por algo de lo que te rodea en el momento, lo que acabas de ver, oir, pensar, sentir incluso sin darte cuenta (estas palabras que lees ahora, el rostro de la última persona que viste) y que por alguna razón ha dejado residuos asociativos en las orillas de tu atención por un ratito.
IV.
En fin, nada quita que lo que mi hijo quiso decir fuera simplemente algo como ‘miren, les quiero dejar saber que yo sé que ya mismo es Halloween porque veo que las hojas se están cayendo, y esas dos cosas, tanto Halloween como el caer de las hojas, están crónicamente asociadas al concepto de otoño en mi cabeza’. En cuyo caso no estaría cometiendo ningún error, más allá del de haber invertido el orden de las palabras en su audaz oracioncita, y con lo que estaría simplemente declarando una asociación mental sin evocar dirección causal alguna y por tanto sin ameritar reproche alguno.
A lo que voy: hay que poder no sólo aprender nuevas asociaciones sino también desaprenderlas, aprendiéndoles asociaciones mejores por encima cuando ameritan revisión. Hay que poder desamarrar un poco aquellas que con el tiempo se pueden haber endurecido más de lo prudente (prejuicios, supersticiones, odios adquiridos, lo que asumo que puedo esperar de la gente de tal generación, persuasión, género, color, signo zodiacal, tamaño, lo que asumo que puedo esperar de ti o de mi mismo, o más aún la conveniente idea de que los que asumen de esa forma son otros). El peligro siempre es la certeza, la ausencia total de duda, un ‘firing’ demasiado excluyente, un ‘wiring’ demasiado rígido, que me haga más difícil ver lo que tengo al frente por no dejar de ver lo que traigo en mi cabeza. Yo por lo menos, no quiero ver sólo lo que quiero ver, oir sólo lo que quiero oir. Quiero cultivar asociaciones mentales más intencionalmente generosas, inclusivas y abarcadoras, sobreponerme al menos a algunos de mis rechazos y evitaciones crónicas.
Una forma sencilla de intentarlo es quizás, simplemente, esperar, darnos unos segundos más antes de descartar lo que nos están diciendo, mirar de nuevo a ver qué más se ve, evitando despachar lo que apenas detecto tan rápido como me inclino a hacerlo, esperando a que las lucecitas que se apagaron ante la vehemencia del incendio que devoró mi bosque asociativo interno cuando apretaste el botón incorrecto, vuelvan a encenderse tenuemente, para poder mirarlas un poco más, de nuevo, a ver… Adosar el árbol de navidad interno de mis asociaciones junto al tuyo en el centro de nuestro ‘mental playground’ colectivo. O desenchufar el mío para ver el tuyo mejor. Y mientras hablamos de cualquier cosa y ellos juegan, propiciar las condiciones que les permitan a nuestros hijos volverse sagaces abogaditos del diablo, capaces de cuestionarnos renovadoramente nuestras propias premisas con los chispetazos de sus explicaciones alternativas, llenando nuestras vidas con el olor rancio o apagado de las soldaduras rotas, de las hojas secas que caen para dejarnos ver el cielo con más claridad.
Celebrar en ellos esta capacidad ampliamente compartida que nos hace posible la maravilla continua e imperfecta de aprender, de volver a ver y reconocer, e incluso de aprender a desaprender y a dudar, si bien también en ello yace la posibilidad siempre nueva de descubrir que estábamos equivocados.
* Artículo escrito por Rebio Díaz, Doctor en Psicología Ambiental. Publicado originalmente en 80 grados. Compartido bajo Licencia Creative Commons.