No debe suponerse falsa la existencia del Deep State porque Trump afirme que es cierta. Aunque sea un fascistoide, está refiriéndose a algo verdadero, que la izquierda conoce hace tiempo. (Ver David Wise y T. Ross, The Invisible Government, 1964; y David Talbot, The Devil’s Chessboard: Allen Dulles, the CIA and the Rise of America’s Secret Government, 2015.) El Deep State coloquialmente se refiere a las organizaciones de inteligencia que secretamente dirigen el estado norteamericano, aunque la organización estratégica incluye además aparatos de información y análisis de cuerpos políticos, las fuerzas armadas y corporaciones industriales y financieras. Confunde lo nacional y lo global.
La cuestión es si Trump expresa una tendencia «histórica». Con apoyo del Partido Republicano desafía el Deep State, que a su vez tiene dificultad en controlar estos «disidentes». La disputa es parte de una lenta y complicada decadencia de Estados Unidos y de su sistema global. Su crisis incluye cada vez más protestas populares contra los efectos del neoliberalismo. El neoliberalismo, época de sumisión del gobierno al capital, incluye el fenómeno —posibilitado por nuevas tecnologías— de ricachones, políticos y corporaciones que contratan sistemas privados de inteligencia paralelamente al estado. La política también se privatiza. Hay servicios privados de inteligencia, contrainsurgencia, seguridad, policía, militares y análisis de información, aparte de aparatos intelectuales como los llamados Think Tanks.
Trump y otros Republicanos usaron los servicios de Cambridge Analytica via Facebook. Es llamativo el carácter derechista de estas operaciones. Interrogado por la congresista puertorriqueña Alexandria Ocasio Cortez, el jefe de Facebook, simulando indiferencia, no pudo ocultar su empatía con el movimiento de supremacía blanca. Desde luego, para el gobierno es inaceptable la liberalización del poder secreto y la actividad de inteligencia, pues ningún estado admite otro poder de estado dentro de sí. Pero para estos millonarios, el gobierno, espacio de arbitraje entre las diferentes clases sociales, es motivo de desprecio. Es un modo degradado de lucha entre sociedad civil y sociedad política, o entre lo privado y lo público, si por «privado» entendiésemos billonarios con disposición antisocial, y por «público» el estado a cargo de reproducir el capitalismo y el imperialismo.
Trump habría extorsionado al derechista gobierno de Ucrania en función de sus intereses electorales mezquinos; en Siria parece contradecir planes previamente trazados. Pero luce que a pesar del mito de que los mandos de Washington están altamente capacitados y garantizan el futuro con seguridad y clarividencia, la política estratégica es a veces fragmentaria e inconsistente y crecientemente vulnerable, dada la cantidad cada vez más monumental de dificultades que enfrenta para controlar el mundo (ver Tim Weiner, Legacy of Ashes; The History of the CIA, 2007).
Estados Unidos controla buena parte de África, Medio Oriente y Europa —sobre todo España e Inglaterra— y por supuesto América Latina. Neutralizó hace años las inclinaciones izquierdistas de India y México, países potencialmente decisivos, si bien todo puede revertirse.
Pero muchas naciones de lo que solía llamarse el tercer mundo vienen emergiendo gradualmente. En tensión con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, persiguen rutas nacionales de crecimiento económico (ver Kari Polanyi-Levitt, From the Great Transformation to the Great Financialization, 2013). La región de Asia oriental cobra autonomía respecto al imperialismo. La República Popular de China es central allí.
Trump se resiste a las normas que fijan los poderes que realmente son el estado. La cubierta noticiosa destaca sus limitaciones psicológicas e intelectuales en sus choques con instituciones de gobierno supuestamente justas, eficaces, racionales y dignas. Pero estas instituciones son parte esencial del problema. La percepción que tenemos de Trump como irracional se funda en la realidad (véase por ejemplo su increíble y bizarra carta al presidente de Turquía), pero es posible que resulte también, como él alega, de una ofensiva mediática.
Los medios de comunicación están bajo fuerte influencia del gobierno secreto (ver Carl Bernstein, «The CIA and the Media», 1977). Lisa Pease señala que hace años la CIA puso a circular la frase conspiracy theory, con que usualmente se desestiman las sospechas de que existe un gobierno secreto (A Lie Too Big To Fail; The True History of the Assassination of Robert F. Kennedy, 2018) y la cual ahora los medios identifican con las alegaciones de Trump.
Véase como Wikipedia (enciclopedia de los niños de hoy) meramente repite la versión de las agencias de inteligencia de que el gobierno de Rusia «interfirió» en las elecciones de 2016 mediante trolls. La asume como absolutamente cierta y excluye otras versiones. Pero la idea de que hubo interferencia «rusa» salió originalmente de las agencias de inteligencia mismas, que son a su vez las fuentes de los medios que afirman que hubo interferencia.
Parece más probable que Trump entró en contacto, para sus fines particulares, con entidades privadas de inteligencia en Rusia (u otros sitios). Como los narradores de la prensa norteamericana proponen que Vladimir Putin es un dictador totalitario que lo controla todo, las entidades privadas actuarían siguiendo sus órdenes. Estados Unidos impone el mote de dictador a todo mandatario que tenga una política independiente, pero nótese que Rusia, a la vez que es independiente, ha admitido el neoliberalismo capitalista. No es difícil sospechar que la comunidad de inteligencia alentó a la líder cameral Nancy Pelosi para que se decidiera a lanzar la investigación para un impeachment, para el cual sin duda sobran motivos. Contrario a Nixon y Clinton, Trump desafía el proceso en su contra y va a la ofensiva.
El narcisismo de Trump dramatiza histriónicamente la lucha egoísta de los países ricos para mantener a raya a los pobres del mundo. Las clases gobernantes de Estados Unidos, Europa y Japón insisten en su poder y privilegios a expensas de los demás pueblos. Poderosa y frágil a la vez, la economía estadounidense requiere una ideología de temor y desprecio a las poblaciones «sobrantes» del mundo y los migrantes. Estados Unidos consume mucho porque la mayoría de la humanidad consume poco. Si China consumiera en la cantidad y forma irresponsable que Estados Unidos consume, los recursos alimentarios y energéticos del mundo serían insuficientes. No digamos ya si también India aumentara su consumo, o Latinoamérica y África. Pero el American Way of Life no es negociable, advirtió Bush padre en los años 90.
Estados Unidos, el país más endeudado del planeta, tiene una dependencia adictiva a capital que continuamente debe fluir desde el extranjero. A la vez es centro de una red financiera mundial integrada, donde el dólar sigue teniendo preminencia. Muchos países emergentes o pobres usan el dólar como divisa de ahorro para estabilizar su moneda nacional y protegerse de ataques especulativos. El valor del dólar y su sitial de divisa de reserva se sostienen gracias al «orden mundial» de clientelismo y chantajes militares, comerciales y financieros. A principios de los 70, para emitir más moneda y costear la colosal guerra anticomunista en Vietnam, Estados Unidos independizó el dólar del patrón oro, antigua medida de los intercambios monetarios internacionales, terminando así este patrón. El valor del dólar dependería en adelante de las oscilaciones del mercado.
El futuro del dólar es incierto (más aún con las criptomonedas y otras tendencias globales no estatales que el neoliberalismo ha desatado) y sombrío. Que un personaje grotesco como Trump sea presidente indica la decadencia de Estados Unidos. Lo subraya su nostálgico clamor de hacer el país «nuevamente grandioso». Sólo los más colonizados por la ideología estadounidense ven en Washington un futuro optimista o una cultura progresista. Cuidadosamente omitida en los medios estadounidenses de comunicación y educación y en las películas de Hollywood, la victoria del pueblo vietnamita inauguró el declive del imperialismo norteamericano. A la vez abrió camino al ascenso de China.
Estados Unidos renovó la centralidad global de su dólar y su política, sobre todo después del fin de la Unión Soviética, mediante la amenaza militar generalizada y el armamentismo; el neoliberalismo; el poder financiero sobre la economía; y logrando un balance ideológico que margine el socialismo. Debe luchar sin cesar por mantener este balance.
De aquí la difusión mediática —indirectamente racista— de prejuicios sobre China: los chinos son de por sí tiránicos explotadores, son culpables de la crisis, están por todas partes, sus productos son deficientes, en China no hay democracia, es simplemente otro imperialismo, etc.
En China la economía está bajo hegemonía del estado, o sea nacional, y da prioridad al comercio doméstico. Tiene como recursos básicos las conquistas de la revolución de 1949, la nacionalización de la tierra, los valores socialistas, los adelantos en educación y organización del agro de la época de Mao, y la impresionante expansión, desde los años 80, de educación universitaria, salud, seguridad social y ciencia-tecnología. Nutren su mercado empresas del estado, de aldeas y pueblos, cooperativas y privadas (especialmente de capitalistas en Taiwán). El estado controla la banca. (Ver Deng Xiaoping, Selected Works, 1975-1992, 1994; y Lin Chun, The Transformation of Chinese Socialism, 2006.) Hay en China muchos capitalistas, pero no domina el estado una clase capitalista, que no existe. Conceptos que han impulsado la economía china, como el mercado regulado por el estado como vía de desarrollo, coinciden con Adam Smith en La riqueza de las naciones (1776), argumenta Giovanni Arrighi, Adam Smith in Beijing (2007). Como Smith, China perseguiría —como fue normal en Asia oriental por más de mil años hasta 1800— un desarrollo social autónomo y genuino de todos los países mediante un intercambio de mercado fructífero para todos.
Un modo de socialismo avanza así, por medio del estado, en China, Vietnam, Cuba y otros países. Su discurso socialista es refrenado y mínimo, y para consumo nacional. Su retórica hacia el exterior es sobre todo diplomática y comercial. Más que teorizar sus ideales, avanza de forma «práctica» en el mercado. Reclama el derecho de los países a crear rutas independientes de desarrollo económico. (Difícilmente hay desarrollo mediante «recetas»; debe partir de las particularidades de cada país.) Su progreso es condicionado. Si las naciones de «socialismo de estado» —mayormente pobres— invocaran el internacionalismo comunista y llamaran a la lucha revolucionaria contra la injusticia en los otros países, podrían ser aisladas y excluidas de acuerdos comerciales, inversiones extranjeras y mercados financieros, por no mencionar penalidades mucho más violentas.
El sistema imperialista tratará de desestabilizar los países rebeldes y reducir su influencia a un mínimo. Si puede los destruye. En esto coinciden Trump y el aparato estratégico norteamericano. Trump transmite fielmente la falta de sentimiento de culpa que requiere la agresividad racista del estado norteamericano hacia la humanidad. Sin embargo, si el imperialismo ha de persistir en un proyecto global bajo su dirección, debe evitar deslizarse demasiado hacia la destrucción y caricatura de sus propias instituciones. No parece que el Deep State vaya a asesinar a Trump, como hizo con los Kennedy, Martin Luther King y otros, pues la disputa tiene lugar dentro de la derecha dura, donde el aparato estratégico y el «populismo» trumpista conviven como hermanos que pelean entre sí. El derechismo domina al globo, pero esto podrá cambiar. La amenaza contrarrevolucionaria, la guerra mediática, la represión de Latinoamérica, la reducida destreza de lectura, las películas militaristas, el vigilado y temeroso respeto a las leyes: nada de esto es desde luego accidental, sino organizado por el Deep State, o al menos supervisado para que el régimen global que se ha instalado continúe por un tiempo más.
* El autor es Héctor Meléndez. Nació en Río Piedras en 1953. Ha sido periodista y autor de numerosos artículos. Varios de sus libros giran sobre análisis y polémica social, política y cultural. Es profesor de ciencias sociales en la Universidad de Puerto Rico. Publicado originalmente en 80 grados y compartido bajo Licencia Creative Commons.