Es sabido que, en el siglo XX, dos momentos cambiaron la historia de la agricultura y, con ella, la de la humanidad. Entre los años 50 y 60, la llamada Revolución Verde introdujo en el campo productos químicos como fertilizantes y pesticidas que permitieron sustanciales mejoras de productividad, pero que se cobraron también un alto costo socioambiental. Ya en los años 80, las innovaciones tecnológicas, sumadas a los cambios en la economía que impondrá el régimen neoliberal, configurarían el modelo del agribusiness o agronegocio, que conllevó una expansión del monocultivo que se tradujo en los territorios en deforestación, pérdida de biodiversidad y desplazamiento masivo de las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. El agronegocio se sigue presentando como el único modelo posible para calmar el hambre de un planeta que se acercará a los diez mil millones de habitantes en 2050. El argumento es falaz: según el Grupo ETC, la agricultura campesina provee el 70% de los alimentos con apenas el 25% de la tierra.
En el sistema agroindustrial global, la comida –y las fuentes de vida– quedan en las manos de cada vez un puñado más reducido de empresas; es lo que se ha llamado un régimen agroalimentario: la agricultura se industrializa y con ello adquiere fuerte dependencia de los insumos fósiles. Al mismo tiempo, los procesos de producción, distribución y consumo alimentario se integran por encima de las fronteras estatales, en paralelo a un proceso de corporativización y oligopolización del sector. Lo que está en juego es nada menos que el control de la alimentación de los pueblos que, en la actual fase del capitalismo neoliberal y globalizado, está en manos de corporaciones cada vez más concentradas e influidas por los mercados financieros. “Controla el petróleo y controlarás naciones; controla los alimentos y controlarás pueblos», reza la cita atribuida al exsecretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Kissinger.
Hemos dejado nuestra alimentación en manos de empresas transnacionales como Nestlé, Unilever o Danone, en la confianza de que pueden cocinar por nosotros. Pero esas empresas no cocinan alimentos: procesan ingredientes, de un modo más similar al de un laboratorio que al de una cocina; y son muy buenas en hacer dinero, pero pésimas en nutrir cuerpos. Lo estamos viendo con el ascenso en todo el mundo, al compás de la generalización de nuestro sistema alimentario moderno, de enfermedades antes propias de las sociedades opulentas, como la diabetes, la obesidad infantil o las afecciones cardiovasculares. Nuestra alimentación está, también, por detrás del aumento de otras muchas enfermedades provocadas por los déficits nutricionales que conllevan la sustitución de alimentos reales, como legumbres, frutas y verduras, por productos comestibles ultraprocesados altos en calorías y bajos en nutrientes. Dicho de otro modo: hemos cambiado la comida real por productos comestibles hechos por las empresas, diseñados en laboratorios para hacernos adictos y generar lucro, y no para alimentarnos.
Los impactos sobre la salud en nuestro cuerpos son la otra cara de los amplios problemas ecológicos – o mejor, ecosociales – que impone este sistema agroindustrial. Tras la aparente diversidad de marcas, colores y paquetes que encontramos en los estantes de los supermercados, se esconde una homogenización cada vez mayor de los ingredientes que consumimos; del mismo modo, el avance de los monocultivos arrasa con la biodiversidad de algunos de los ecosistemas más valiosos y vulnerables del planeta. El monocultivo sojero avanza sobre la Amazonia y el Chaco argentino mientras la caña de azúcar lo hace sobre El Cerrado brasileño; la palma aceitera ha arrasado los bosques nativos del Sureste asiático. La pérdida de especies, tal vez una de las aristas más graves de la crisis ecológica, se refleja en las semillas: las semillas nativas desaparecen mientras se van instalando unas pocas variedades, lo que vuelve los cultivos más vulnerables a las plagas; en Estados Unidos se cultivaban 307 variedades a primeros del siglo XX; en 1983, solo 12, y hoy, con el avance de la variedad transgénica bt, la gama se redujo a cinco. El correlato en la ganadería es la reducción del número de razas de gallinas, cerdos o reses, igualmente expuestas a las epidemias. Al mismo tiempo, disminuye el número de empresas multinacionales que controlan este sector de la economía. Tras el último ciclo de fusiones y adquisiciones, cuatro grupos de empresas controlan el 90% de las semillas transgénicas y el 60% de todas las semillas (incluidas convencionales): Bayer-Monsanto, ChemChina-Syngenta, Corteva (Dow-DuPont) y BASF.
Detrás del desastre ambiental hay también, casi siempre, comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes que son expulsadas de sus territorios y se ven impedidas de continuar con sus modos de vida ancestrales, esos que durante siglos han asegurado la sostenibilidad de esos ecosistemas, y que hoy se juegan la vida por defender sus territorios: solo en 2017, según la organización Global Witness, murieron 40 personas en conflictos asociados al agronegocio. Hablamos de dos modelos de desarrollo en disputa: de un lado, un modelo corporativo que trata de maximizar el lucro aunque se disfrace de sostenible con técnicas marquetineras de greenwashing; de otro, proyectos anclados en la soberanía alimentaria, que abarcan desde las formas de vida ancestrales de las comunidades campesinas a los planteamientos de la permacultura.
* Texto escrito por Nazaret Castro, Aurora Moreno y Laura Villadiego en La Marea. Compartido bajo Licencia Creative Commons.