Publicada originalmente el 12 de octubre de 2017
«Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante. Los indios han padecido y padecen -síntesis del drama de toda América Latina- la maldición de su propia riqueza». Es un extracto de «Las venas abiertas de América Latina» de Eduardo Galeano. El Día de la Raza, matizado como Día de la Hispanidad, recuerda el 12 de octubre de 1492, el día que el navegante Cristóbal Colón divisó por error una tierra más que descubierta, el continente americano. Los legítimos habitantes de ese continente fueron desplazados, cuando no asesinados, eliminados, asimilados o aculturados, ante el avance de la nueva civilización, esa que iba a traer la cruz y a llevarse los minerales y materias primas.
Así por los siglos, hasta las independencias y más allá. En el siglo XVII el padre Gregorio García concluyó que los indios eran de ascendencia judía, porque, palabras textuales, «son perezosos, no creen en los milagros de Jesucristo y no están agradecidos a los españoles por todo el bien que les han hecho». El abate De Pauw sostenía que los indios alternaban con perros que no sabían ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes. Voltaire, por su parte, concebía a los indios como perezosos y estúpidos. En términos similares se expresaron Bacon, De Maistre, Montesquieu, Hume, Bodin y Hegel. Las independencias, y la creación de un concepción pretendidamente interior, no mejoró mucho la visión de los indios. A mediados del siglo XX, un estudio del Centro de Estudios Antropológicos de la Universidad Católica de Asunción (Paraguay) determinó que ocho de cada diez paraguayos creían que «los indios son como animales». Eso ocurre en un país donde el guaraní es lengua oficial.
En 1977 durante la celebración del Día de la Hispanidad en Las Palmas de Gran Canaria, Efraín Subero, escritor venezolano, apunta: “algunas veces América lloró a España como en aquella desafortunada incursión de la sangre fraterna. Pero también llegó a olvidar y hasta a negar a España, sin darse cuenta que era un poco negarse a sí misma”. Una Conquista y colonización de América que Subero define como “demasiado compleja como para juzgarla: ni leyenda negra de monstruos, ni leyenda blanca de santos”. Los signos de la colonización española en América supera emancipaciones políticas y se inserta en el pensamiento actual latinoamericano, tanto a nivel social, psicológico, político o económico. La hispanidad, tan cacareada y sometida a lifting moderno, no es más que un neocolonialismo que sigue presente en parte del continente.
En América, igual que en Canarias, la cultura de la dominación, del rodillo, ha causado estragos. Los signos psicológicos y simbólicos son palpables. Dentro de lo simbólico se entiende la aparición de banderas españolas en las estatuas de Hautacuperche en La Gomera y de Ayoze y Guise en Fuerteventura, coincidiendo con la victoria en la Eurocopa de 2012 de la Selección Española de Fútbol. Más allá de sentimientos o nacionalidades, el gesto, como explicó Iván Suomi en un artículo, supone una falta de respeto para personajes históricos que lucharon contra la dominación de los ascendientes de los que portan esa bandera. Imaginen que el busto de Tupac Amaru II en Lima (Perú) aparece con una rojigualda, sería una burla irrespetuosa con el personaje que fue ejecutado por órdenes del Borbón Carlos III. En el terreno psicológico queda la percepción de ser insignificantes que tenemos en Canarias, nuestro complejo a mostrarnos como somos, a comunicarnos con nuestras señas de identidad o el ocultamiento de nuestra propia historia, descrito por José A. Alemán.
Buena parte de estos complejos han sido adquiridos a través de la educación impuesta, tanto allí como aquí. Primero llegaron los escapularios y las espadas, después los textos de pensadores presuntamente inocentes que nos quisieron hacer menores, más pequeñitos, y posteriormente llegó la educación reglada desde un punto de vista nacionalista. Sí, nacionalista español, ese nacionalismo inocuo que no existe y que supuestamente niega a todos los demás mientras impone «cordura». Por eso no deja de ser irrisorio que con el conflicto catalán hablen de «fábrica de independentistas» o afirmen que la educación está al servicio de las doctrinas catalanistas. Es lo mismo que el nacionalismo hizo con la espada, con el escapulario, con el supuesto pensamiento y luego con la educación, con los medios de comunicación y con la propaganda. Cambian las formas, continúan las esencias. Como el Día de la Raza, que ahora es el de la Hispanidad, pero que celebra un genocidio mayúsculo, que deja de lado a la sociedad civil, a unos pretendidos valores nacionales, para sacar al Ejército, los aviones militares, los legionarios y su cabra y las banderitas de España nada inocentes para hacer política con la misma receta que ellos critican, política nacionalista.
El 12 de octubre de 1977 el Rey Juan Carlos I señala en Las Palmas de Gran Canaria que Canarias es «el último muelle de España por estar poblada de españoles», a la vez que resalta la «doble españolidad» de las islas. De España se entra pero no se sale (al menos de rositas), bien lo saben los catalanes, pero también los colombianos, venezolanos, cubanos, puertorriqueños o filipinos. Los rifeños que probaron la guerra química española en los años 20, los saharauis que fueron abandonados a su suerte frente a la dictadura marroquí, teniendo que refugiarse en el desierto y con una promesa de referéndum mil veces incumplida. Al final habrá que creerse aquello de la «cárcel de pueblos». Un rodillo que no permite la disidencia territorial, que no debate, que no dialoga, que coloca la Constitución en un escalón superior al sentido común, al derecho de los pueblos a decidir sobre su destino, igual que antes usó la fuerza, la violencia, la guerra química y el saqueo.
Qué quieren que les diga, no me siento identificado con la Raza, con la Hispanidad, con la imposición territorial. Dejando de lado el debate político, las leyes, las negociaciones o el abandono de empresas, la democracia no se defiende a palos y bajo amenazas, debieran prevalecer los intermediarios a los jueces, a las fuerzas policiales, a las medidas más extremas. Un 12 de octubre de hace algunos años, en un acto por el Día de la Hispanidad en la Alameda de Colón de Las Palmas de Gran Canaria, vi como un grupo de jóvenes desplegó una pancarta en la que se leía «12 de octubre, nada que celebrar». La Policía Nacional tomó posiciones. Un señor mayor incitó a los agentes a que actuaran: «¡denle con las porras a estos majaderos, coño!», gritaba cada vez de manera más insistente. El hecho quedó en identificaciones. España no debate, España se reafirma a palos, con violencia física y judicial, algo que pudimos ver en Cataluña el pasado 1 de octubre. En América, tras el funesto 12 de octubre de 1492, se defendió con la espada y las espingardas. Igual que en Canarias. A España, como a sus exitosos equipos deportivos, no le basta con ganar, tiene que aplastar al rival. Feliz Día de la Hispanidad, siéntase usted orgulloso de ser español.