
Los proyectos políticos, sociales, culturales, de todo tipo, más interesantes son, en mi opinión, los que, entre otras virtudes, ponen en práctica un enriquecedor diálogo intergeneracional. En dicho diálogo se produce un trasvase de conocimientos, experiencias y puntos de vista que pone en contacto lo mejor de cada generación, combatiendo el adanismo y asegurando que el relevo generacional se nutre de los ingredientes más adecuados para hacer frente a los retos que cada momento presenta. Los espacios en los que las generaciones conviven, huyendo tanto del paternalismo como del chauvinismo juvenil, están en mejor disposición de acometer los desafíos que a cualquier iniciativa se le presentan.
En el caso concreto de la participación política, una organización donde el peso fundamental de la misma recaiga en la generación de los mayores tenderá inevitablemente a poner el acento en la experiencia, quizás un exceso de prudencia, lentitud, conservadurismo, tal vez hasta desconfianza y resistencia hacia lo nuevo y los jóvenes. Una organización donde sea la generación joven la que asuma todo el protagonismo puede resistir mal la tentación de desconsiderar el valor de la experiencia y optar por el espontaneísmo inevitablemente asociado a la percepción de que todo comienza cuando es tu generación la que hace entrada en este teatro que llamamos mundo.
Se podrá decir, no sin parte de razón, que hay excepciones y que esta caracterización de las generaciones roza la caricatura. Que existen las generaciones intermedias que pueden y deben amortiguar los posibles conflictos o desencuentros intergeneracionales. Todo esto es verdad pero no lo es menos el hecho de que sin un adecuado tratamiento de estas cuestiones, cualquier organización está abocada a uno de los dos siguientes problemas: su desaparición por pura razón biológica y no haber garantizado su relevo de manera consciente y protagonista o una inestable y corta vida asociada a los vaivenes propios de una etapa vital como la juventud, la cual se ha prolongado enormemente en las décadas más recientes.
El nacionalismo canario realmente existente no escapa en absoluto a estos riesgos. Desaprovechar el enorme caudal de conocimientos y experiencias de la generación que entró en política en la década de los 70 del siglo pasado y anda próxima a cumplir sus bodas de oro en estas lides, es un lujo que no nos podemos permitir. Se debe articular un ordenado pase a la reserva desde la cual puedan seguir aportando dicho caudal, orientando sin imponer, estando presente sin querer protagonizar. Pretender que el nacionalismo sea un movimiento eminentemente juvenil ni es realista, habida cuenta de las modestas cifras de afiliación juvenil a los partidos políticos, ni es deseable. Es mucha la formación que hay que adquirir para estar en la política activa y la mayoría de las veces simplemente no ha dado tiempo para ello. Condenar a las generaciones intermedias, que hoy se acercan peligrosamente a la cincuentena cuando no la rebasan, a un banquillo eterno desde el que ven el tiempo pasar sin que nadie apueste realmente por ellas, es un planteamiento egoísta y suicida.
Cuando Mikhail Gorbachov entró a formar parte como miembro regular del Politburó del Comité Central del PCUS contaba con 49 años de edad. Era el miembro más joven. El chiste decía que en los países comunistas la esperanza de vida era mayor. Ya sabemos cómo acabó aquello. Bromas aparte, hay que ser consciente de que toca trabajar por el objetivo de un movimiento, partidos, colectivos, etc. en los que responsabilidades, tareas y funciones estén adecuadamente distribuidos; los protagonismos vayan recayendo progresivamente en aquellos grupos generacionales más dinámicos y en mejor disposición de asumirlos; en definitiva, donde los nacionalistas se encuentren y sepan reconocer que una tarea colectiva como la construcción nacional no corresponde en exclusiva a ninguna generación, sino a todas por completo, cada una desde su legítimo lugar.