
Publicado originalmente el 24 de agosto de 2017
Agosto pasa lento para los que estamos trabajando, trepidante para los que están de vacaciones. Es un mes plomizo, anhelante, imperativo. Quien más quien menos se deja caer un rato por la playa, por una fiesta, por un asadero. Es un mes de voluntades también. Los que trabajamos en agosto, al menos este que escribe, nos planteamos retos a la hora de adelantar trabajo que permita encarar septiembre más relajado, cuando los ritmos decreten que ya empieza la actividad. Al final todo queda en la voluntad, porque entre el calor que no te invita y las lógicas sociales que te convocan actividades de ocio, agosto pasa desapercibido y sudoroso. Nunca como un mes más, porque si estuviste activo observarás con sana envidia las compras para acudir a un apartamento costero, los preparativos para un asadero dominguero o despedirás a algún conocido que se va de viaje, y eso te convencerá de que los días libres debes aprovechar para dejarte llevar, que ya el año ha sido lo bastante duro.
Incluso algún día de trabajo te dará tiempo a escaparte un ratito a la playa. Ese fue mi caso en la mañana de ayer, momento en que se gestó en mi cabeza este texto. A medida que se iba llenando la playa de domingueros veraniegos, familias aprovechando su día libre y personas que, como yo, solo querían cubrir un trocito de la mañana antes de las obligaciones, aproveché el comienzo del día para recordar los agostos de mi infancia. Esos fueron agostos distintos, liberadores, sin obligaciones, inocentes. Me vino a la cabeza el quicial de mi barrio en el que me sentaba a comer golosinas con mis amigos, tras largas aventuras anteriores en solares, descampados, riscachos y caminos aledaños a ese pequeño barrio que era mi mundo. Sus paisajes vinieron nítidos a mi cabeza, como si todavía estuvieran en el mismo estado. Sin embargo, la mayoría de ellos han sido tomados por naves industriales o carreteras que no hacen falta, pero que la mayoría coincidirá en señalar que son indispensables.
Suena la megafonía en la Playa de Melenara para pedir, con un acento castellano profundo, que cumplamos con las recomendaciones y que pasemos un feliz día. Probablemente no encontraron a ningún speaker canario… La voz me despierta casi de un letargo, tras la batalla de la instalación de sombrilla, toalla y el primer baño que baja la alta temperatura que ya reina por la mañana. Melenara, Salinetas, esa parte de la costa teldense es también escenario de muchos de mis agostos. Cuando niño, la sombrilla era impensable. Toalla al hombro, y una pequeña mochila con una botella de agua y un medio bocadillo que te colaba tu madre después de tanto insistir. Ligero de equipaje, caminábamos en dirección a la costa entre plataneras que hablaban de un tiempo que ya no era el que yo vivía, pero para muchos supuso el fin del paisaje anterior por las imperiosas necesidades de una economía dirigida.
En la playa, guerras de bolas de arena, travesías a nado hasta el Neptuno, que este verano, por cierto, luce remozado y con su brazo, y hormonas, muchas hormonas de la pubertad. Melenara no será Las Canteras ni Maspalomas, pero es un cachito de mi historia personal y eso le confiere, al menos para mí, un valor incalculable. Otra playa de mi niñez fue San Agustín. Recuerdo aquellas tardes de domingo entre pelotas de playa con los primos y bocadillos de tortilla. También el descubrimiento de un palmeral que se vislumbra en el camino entre el coche y la playa, y que parece como mutilado. Cerca, un hotel luce su propio palmeral, pero ese ya no es nuestro, es de ellos. Para mi generación ir al sur era como descubrir un mundo nuevo, distinto, lleno de colores y matices, pero siempre nos queda el halo de estar en nuestra tierra y tener la sensación de que estamos en otro sitio. A veces alguien nos demuestra que es así, normalmente un camarero que nos trata con desdén por el simple hecho de ser canarios, ¡en Canarias!
Si nos adentramos por el interior, mis agostos bien podrían estar representados por la canción «Aguacero» de Rubén Blades. Las casas de mis abuelas toman protagonismo. En Barranco Hondo, entre la fiesta de Santo Domingo de Juncalillo y el olor a limonero y geranios, descubría un espacio trepidante, a mi modo infantil de ver. Paisajes de ensueño, caminos que no terminaban nunca porque una voz te decía que debías volver y dejar los descubrimientos para otro momento, la sombra de una higuera para reguardarse del tremendo calor. Luego, en un instante de repente un frío que te cogía desprevenido y que amenazaba en forma de brisa desde el Risco del Burro. En el Valle de los Nueve, con mangueras en la azotea, caminos por el Barranco del Tundidor y visitas al morro. Al otro lado del barranco, un pueblo enigmático que no atinaba a saber cuál era exactamente. Cuando descubrí que era la carretera de Montaña Las Palmas a Valsequillo, pensé que ya sabía todo de geografía, nada más lejos de la realidad.
En la edad adulta he sumado a este mapa de agosto muchos otros lugares que me traen recuerdos imborrables. Normalmente todos ellos están asociados a espacios, a barrancos, a paisajes. Nunca a carreteras, macrohoteles en la nada y Centros Comerciales. Leo que quieren construir un macromuelle en Agaete y pienso que no solo pretenden hacer una obra inútil, sino que están poniendo en riesgo la memoria de todas esas personas que han vivido momentos, agostos o no, en ese lugar. Porque los espacios, el territorio, no solo debe ser protegido por sostenibilidad, sino porque ahí están nuestros pasos trazados. De igual forma, me asombro al conocer que varias cadenas de comida rápida se quieren seguir expandiendo por Canarias, hasta llegar a los 50 establecimientos. Con los primeros ocho van a crear, ojo al dato, 90 puestos de trabajo y ya sabemos de qué tipo. ¿Vamos a dejar que el cemento, las franquicias, los macropuertos y el desarrollo insostenible acabe con nuestro territorio, con nuestra memoria? Están en juego mucho más que consignas de defensa de la naturaleza, también nuestros recuerdos individuales y colectivos. Si nos roban la memoria, no nos queda nada.