Contrariamente a su vida, su entierro fue sobrio, no sonaron folías ni malagueñas, fue como si partieran junto a él… tal vez les dio tanta vida que los mismos cantares le hicieron luto.
Poco antes de navidades fui a visitarlo a su casa de la Asomada:
– ¿Cómo anda Manuel?
– Aquí, esperando al marchante, respondió.
Como solía hacer en muchas ocasiones me dijo un cantar, un presagio tal vez:
Cuando se me llegue el día
de mi misión a cumplir
Dios me llevará a vivir
con mis agencias perdías.
Por esa época cercana a sus noventa primaveras andaba cabizbajo, rodeado como siempre de sus perros mil leches, los mosqueteros como los llamaba, y de gatos de colorines con un origen parecido a sus compañeros perrunos. Me habló de lo buena que había salido la cabra morisca que le había traído machorra su amigo Domingo Peña, fruto de sus acostumbrados tratos, y de que cada vez le costaba más llegar al saco con la ración para regarla en el pedrullaje que servía de antesala al patio donde sus tres cabras esperaban impacientes cada día por el ansiado manjar.
Hay que ver lo agradecidos que son los animales decía y con razón. Cuando después de días de parranda lo llevaba a su casa en el rabioso, como cariñosamente le decía a mi irrompible seat panda, sus mosqueteros lo recibían con saltos de alegría y movimientos de cola de animales que sólo habían recibido cariño. Lo hacían mientras esperaban a que se abriera la puerta y apareciera el bastón, el revólver como acostumbraba a llamarlo y, tras el bastón, el trasnochado y cariñoso Navarro que, al no poder agacharse, los acariciaba con la punta de goma en la que apoyaba en el suelo su tercera pata de palo.
Los gatos eran más listos, lo esperaban en los muritos que franqueaban el patio y que mantenían una desmantelada y siempre abierta cancela esperando a que entrara para estregarse en sus manos, como adulándole para que les cambiara los pocos sueros con pan viejo que llevaban en el cacharro los mismos días que Manuel de parranda. A veces dudaba sobre quién había consumido lo que faltaba, si las miles de moscas que pululaban alrededor o los gatos sobajeros y adulones. Las cabras eran harina de otro costal, de escurrirles el ubre ya se encargaba su hijo, eso no se podía dejar pa mañana.
Gustábamos de parrandear en Lanzarote, seguramente porque estando el mar por medio nadie nos iba a molestar con las obligaciones cotidianas y así podíamos entregarnos con más ahínco a las cuerdas y al canto. No hacía falta mucho, con mi timple y su voz era suficiente, arrancábamos y ya se sumarían más parranderos si es que aparecían. Cerveza del tiempo era lo suyo. Aunque la calor apretara y estuvieran en un ventorrillo de hojalata se las bebía sin que pasaran por los bidones cargados de hielo y serrín que eran los frigoríficos de la época. Decía que sólo se había quedado ronco una vez y fue a causa de esas cervezas frías. Lo cierto es que a medida que pasaban las horas cantando y bebiendo ese caldo de cebada fermentada la voz se le iba aclarando y estaba mejor al día siguiente que en las primeras horas de fogueteo.
Recuerdo cierta vez que, después del descanso merecido de una de esas parrandas por tierras conejeras, me encontraba sentado en el banco del kiosko de la iglesia cuando aparece con su bastoncito, su sombrero y su sonrisa picarona, se escora en la barra, me mira y dice:
– Échate un sarandajo, que era como él llamaba a las copas
-Hoy no Manuel, es lunes, respondí
-¿Y eso que importa?, ¿esta gente no trabaja o qué?, me dijo refiriéndose a los muchachos que atendían el negocio
-Manuel, contesté, los lunes ni las gallinas ponen
-Y la que pone le cuesta un huevo, me respondió…
Solo gustaba a Manuel de cantar los temas tradicionales con los que se crió y que perfeccionó en parrandas y en los habituales bailes de taifas de la época. Si la parranda derivaba en músicas más comerciales se jalaba pa’trás, esperando a que las cuerdas arrancaran con una música más familiar para volver a alongarse a ella. Las peleas tan habituales de la época, (si no había pleito el baile no servía, decían), siempre las evitó y, en las ocasiones que aparecía alguien con la bodega cargada propasándose con cantos maleducados o faltando el respeto, respondía con el cantar preciso para la ocasión o, simplemente, ahuecaba el ala y se iba con su música a otra parte. Era de los que no necesitaba a nadie para echar una parranda, más si se encontraba con la pata levantada.
En cierta ocasión, dos días después de andar con él recorriendo muchos de los altares de Fuerteventura junto a Mingo el Cuco y Domingo Peña dándole duro a las cuerdas, me encontraba en mi banquito habitual del kiosko limándome mis maltratadas uñas cuando aparece Manuel y, al contemplar la faena en la que me hallaba entretenido, se acerca y me dice con esa sonrisa picarona que le caracterizaba:
-¿Qué?… ¿estás aborrando la parranda de la otra noche?
Al igual que otros buenos cantadores de la época, para Navarro no existía la diferencia entre el escenario y la calle, tanto que ni él mismo sabía el cantar que iba a salir de su pecho hasta no oír lo que cantaban los demás para así, soltar la copla adecuada o, simplemente y para desespero del director musical, esperaba las vueltas que hicieran falta hasta que la situación le evocara alguno de los miles de cantares que su memoria acumulaba. Recuerdo una vez que, al quedarme impresionado por la belleza de un cantar que le escuché en isa corrida, le pregunté:
-Manuel, ¿ese cantar es suyo?
-Y suyo si lo quiere usar, me dijo.
Lo conocí de verdad en una amanecida de las fiestas del Rosario. Los churros y el peso del sol mañanero provocaron en mi tal sopor que me deje dormir en una de las sillas de la terraza del bar donde nos encontrábamos. Los amigos con los que andaban me pusieron entre las manos un timple de esos de ferretería que ni tan siquiera tenían etiqueta y que colgaban en las paredes de muchos bares por si cuadraba de pasar alguien que supiera sacudirlos y así, entre dormido y embelesado, empecé a furrunguear unas folías. En esas estaba cuando detrás de mí sonó aquella voz acompasada, melódica, suave… no sé cómo describirla, una voz que se comunicaba con mi timple, que lo entendía y que iba creciendo a medida que mis manos empezaron a sacarle más sonido al camellito; era una voz que cantaba, decía, oía y recitaba al mismo tiempo, una voz que sonaba a tierra, a verdad. Creo que para mí, un zagalote de unos dieciséis años con enormes inquietudes musicales, ese momento marcó un antes y un después en mi forma de entender la música. Ahí, justo en ese momento, en ese principio de amistad empezó el aprendizaje que más me ha marcado a manos del maestro… Maestro Manuel Navarro con quien tanto aprendí en la escuela de la calle, de la vida. A veces pienso que esta especie de unión simbiótica colmaba nuestras carencias. Él había perdido un dedo por lo que se le hacía cuesta arriba el tocar como solía y por mi parte, el Supremo no me premió con una voz agraciada tal como me hubiera gustado.
Cuando a don Manuel Navarro lo llamaban ‘maestro’ él respondía con su voz tronera: ¡Maestro Leche!. Él lo decía así, aunque el lector pueda poner una coma, interrogación, puntos suspensivos y demás entre estas dos palabras si lo estima oportuno. Cuando te lo dicen personas a las cuales apenas conoces, que me han visto tocar o que han recibido algún que otro cursillo esporádico mío, pasa…, pero sí da que pensar cuando te lo dice una persona mayor, o alguien con el que compartí la infancia, la escuela, las notas similares (normalmente tirando a malas), juegos (calimbre, piedra libre, de banco en banco, la guerra..). O que te lo digan otros que no se juntaban contigo porque éramos un tanto incompatibles, (eso de ser del campo, practicar lucha canaria, gustar de la música canaria y mejicana , fumar Krüger, etc., no era muy snob’ que digamos). Por eso cuando algún amigo de la infancia se ha dirigido a mí y en lugar de decirme “Mingo Luis” o “Colorao”, me dice “Maestro”, siempre me viene a la mente el recuerdo de nuestro personaje y le respondo con las mismas dos palabras que utilizaba Maestro Manuel Navarro: ¡Maestro leche! Estando como estoy, en plena juventud de mi vejez, me considero más un aprendiz que un maestro pero…
Decía mi padre que Navarro ya no debería de cantar, que ya no era ni la sombra de lo que fue en los tiempos que cantaba en la Asomada y se escuchaba en Tetir, que su voz no tenía el esplendor de cuando era más joven y solía parrandear con Domingo Palenzuela, Jesús y Pedro Camacho y toda esa generación de músicos parranderos. Que no tenía la voz de cuando era portuario y, en los ratos de poco trabajo cogía la bicicleta, echaba el timple atrás y marchaba a parrandear al Pay pay, al bar de kafú o a donde cuadrara. Si había una fiesta cercana podía estar días sin aparecer. Ni de cuando trataba timples que ni él mismo sabía cómo llegaban a sus manos por grano o por dinero para continuar la farra (nunca tuvo problema en conseguir timples para acompañarse). Cuentan que, en más de una ocasión, tuvo que enmendar el no saber dónde habían ido a parar los instrumentos ajenos que llegaron a sus manos en el fragor de la fiesta, anécdotas estas que le costaron más de un disgusto, aunque, con su humor habitual, lograba salir airoso de las situaciones comprometidas.
Anduvo su juventud Navarro entre Fuerteventura y El Barrio de Guanarteme en Las Palmas a donde iba con sus padres y hermanos cuando apretaban los años ruines a la espera de que mejoraran los tiempos y el cielo dejara caer sobre suelo majorero el agua que almacenaba en sus nubes. Decía que los únicos timples que habían por allá en esa época eran el suyo y el de un conejero que lo dejaba en un bar donde iba a parrandear.
Regresó definitivamente a la tierra majorera en la década de los treinta, se había escapado de la guerra civil por mantenedor pero no del servicio militar que lo llevó a un destacamento en el Jablito donde, gracias a sus habilidades como parrandero, escapó de muchas de las perrerías a las que le llevaba su espíritu fiestero.
Ese niño inquieto que, desobedeciendo a sus padres, se escondía para escuchar la música de los bailes de taifa y la de los ranchos de pascua y ánimas de la Vega de Tetir, en el cual llegaron a llamarlo siendo niño para tocar porque era “amañaillo pal timplillo” como me decía, vio por primera vez la luz en febrero del año 19 en la Asomada, en el mismo sitio donde la dejó de ver el día de fin de año del 2008.
Los que tuvimos la suerte de conocerlo no lo olvidamos.
* Este artículo está firmado por Domingo Rodríguez Oramas “El Colorao”, músico y timplista, compartió años de parrandas y conversaciones con Manuel Navarro conocido como El Viejo Navarro. Fruto de esa relación fue el trabajo discográfico “Navarro siglo XX. Cuentos y cantos. Un doble cd y un libro que recoge cantares, cuentos y anécdotas con la voz de Manuel Navarro, y apareció originalmente publicado en la Revista El Bucio número 0, de venta en librerías.