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Decía en cierta ocasión mi heterónimo y alter ego Pablo Utray que «la pregunta de las preguntas es la pregunta existencial». Sea. Aunque resulte que el viejo mandato existencial del «conócete a ti mismo», mandato que ahora llamamos «pregunta por la identidad», cuando se quiere abandonar al homo clausus de nuestras sociedades-masa, derive en el desasosiego de decenas y decenas de nuevas preguntas lanzadas con probable poca fortuna a los pozos insondables que somos[1].
Pero como reconocía Utray, la pregunta existencial por la identidad sólo puede surgir cuando se interroga al interior tanto como al exterior de cada individuo, a su mismidad tanto como a su otredad. Quiere esto decir que diferenciar la mismidad plural del homo apertus que es posible al final de siglo y de milenio es además identificar su singular otredad.
Dicho con otras palabras y de forma taxativa: la interrogación sobre nuestro mundo experiencial de la vida es ineludible, de modo que nos vemos impelidos a formularnos también, junto a la pregunta por la identidad, la pregunta por la situación. Y esto es lo que me voy a proponer en este «divertimento sociológico», en paralelo al «divertimento metafísico» de Utray.
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Sin embargo, enunciar esta segunda pregunta existencial no es avanzar hacia un preguntar nuevo. Es harto sabido que son muchos los pensadores que se «sitúan» en el problema de la «situación»: tanto el último Husserl como el primer Heidegger, y también Unamuno, Kafka, Ortega, Jaspers, Sartre, Camus, Beckett, Arendt, Levinas, Musil, entre muchos más, circunscribiéndonos tan sólo a este siglo.
A partir del lejano origen medieval del término, que lo vincula a status, una situación puede ser entendida, antes que como Estado o sociedad política, como una trama de posiciones y disposiciones humanas (bélicas, económicas, culturales y también políticas) que se generan en el cruce y encuentro de diferentes procesos humanos y que a su vez es generadora de nuevos cursos procesales. Añadiré sólo algo más a tener en cuenta: una situación cualquiera implica un espacio con entorno y un tiempo en transición, de modo que el aquí/ahora de toda situación en principio ha de disponer de las dimensiones del dentro/fuera y del presente/pasado/futuro.
Toda situación es —por decirlo con un término reciente— «glocal», es decir, local y global a la vez. Por eso puede hablarse —y se habla— de «la sociología de la situación», de «la ética de la situación», de «la lógica de la situación», etcétera, de modo que, desde la perspectiva que nos interesa, la situación es lo social en estado puro, esto es, dicho sea a contracorriente de tanto sociólogo irreflexivo, el objeto mismo del análisis sociológico.
Dado además que nuestro objetivo es doble: preguntarnos tanto por el mundo de vida que es conformado por la situación como por la situación que conforma el mundo de la vida, procederé por partes, dedicando sólo unas breves pero necesarias palabras al primer objetivo, para pasar luego a la interpretación del segundo.
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Partamos, entonces, de la base conceptual de que las sociedades, lo mismo que los individuos, pueden ser interpretadas como sistemas de sentido (según una idea que se puede remitir a Niklas Luhmann), es decir, como sistemas de relaciones existenciales mediadas comunicativa o incomunicativamente a través de los lenguajes, en el caso de las sociedades, a través de las conciencias, en el de los individuos[2].
Planteada la cuestión desde esta mirada teórica tan sencilla, hay que interpretar a los sistemas-sociedades de forma inter-subjetiva, es decir, como los máximos de experiencia vivida objetivizable en un momento y lugar dado, de la misma manera —quede anotado— que los sistemas-individuos habrán de ser interpretados como los máximos de experiencia vivida subjetivizable de forma intra-objetiva.
Y entonces, si nos aproximamos de forma cautelosa a nuestra situación real, a la situación de los humanos del aquí y ahora del planeta Tierra, nos encontramos, antes que nada, con un complejo entramado de preguntas e interpretaciones, de acciones y vivencias, que constituyen las entrañas mismas del más amplio mundo de la vida a nuestro alcance, el mundo (de la vida) de (los mundos de) la vida al que llamamos «modernidad». Pero modernidad tomada en serio, esto es, como crisis del mundo a la vez que como mundo de la crisis, como mundo tanto de la reflexividad desencantada cuanto de la sensibilidad trágica de la vida.
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¿Cuál es, pues, la situación actual de éste nuestro mundo? Empezaré recordando la conocida respuesta que dio a la cuestión en los primeros años sesenta el más caracterizado miembro de la última Internacional confesada, precisamente la Internacional Situacionista. Nuestra situación, vino a decir Guy Debord, es la de seres humanos cuyas vidas han sido convertidas en puro espectáculo[3]. ¿Qué quiso decir con esta respuesta que andando el tiempo fue tan afortunada como trivializada?
De entrada, que la situación espectacular «no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada a través de imágenes». El espectáculo social sería entonces, lejos de las posteriores banalizaciones de Baudrillard y otros, nada menos que «el sentido de la práctica total de una formación económico-social».
En la gran síntesis de Debord, pues, el espectáculo sería una especie de «inversión» de la vida. Dicho de nuevo en sus términos, pura «ideología materializada», «dominio autocrático de la economía mercantil» que «transforma el mundo, pero [que] lo transforma solamente en mundo de la economía». El espectáculo se apodera así de la actividad social entera siendo el que habla por todos. Los comportamientos se hacen «hipnóticos» y se convierten en lo «opuesto al diálogo». La democracia le será del todo ajena[4].
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Así, en la proposición 12 de La sociedad del espectáculo, Debord críticamente enuncia: «El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. Dice solamente que «lo que aparece es bueno, y lo que es bueno aparece». La actitud que exige por principio es esa aceptación pasiva que ya ha obtenido por su forma de aparecer sin réplica, por su monopolio de la apariencia». De esta manera, en la medida en que «sus medios son, al mismo tiempo, sus fines», la situación espectacular resulta clausurada, «tautológica».
Apenas treinta años después de que todo esto fuera pensado y escrito parece en buena parte confirmado[5]. En efecto, la situación espectacular se nos presenta cuando es afrontada desde el no-espectáculo como una pesadilla, «la pesadilla de la sociedad moderna encadenada, que en última instancia no expresa sino su deseo de dormir». ¿O es que el mundo de la globalización, de lo políticamente correcto y del pensamiento único no es un mundo supuestamente feliz de sueños perversos, que nos niega la posibilidad de que sepamos que el espectáculo es la jaula de hierro intuida por Max Weber medio siglo antes? ¿No es acaso esto lo que insinúa Peter Weir en la película El show de Truman cuando ironiza sobre la manipulación del espacio, al igual que lo hace Gore Vidal con la manipulación tiempo en la novela En directo del Gólgota?
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Con la reducción de lo social a mero espectáculo ha aparecido la situación hiperespacial del tiempo intemporal: la realidad se percibe destemporalizada respecto a su pasado/futuro y virtualizada en un eterno presente de imágenes hiperespaciales omniabarcantes y sin afuera, fragmentadas pero sin contigüidad alguna. Para los oídos sordos y los ojos ciegos resulta desmesurado percibir que el actual mundo espectacular se va hundiendo en su fascinación del caos, como apunta Ignacio Ramonet. Sin embargo, ¿cómo objetar lo que constata? A saber: que «las sociedades occidentales ya no se ven con claridad en el espejo del futuro»; que «parecen atormentadas por el paro, ganadas por la incertidumbre, intimidadas por el impacto de las nuevas tecnologías, perturbadas por la globalización de la economía, preocupadas por la degradación del medio ambiente y ampliamente desmoralizadas por una corrupción galopante»[6].
Al chato sistema-espectáculo que caracteriza a este «mundo sin rumbo» lo llama Ramonet «sistema PPII», en acertada referencia a los cuatro principales rasgos que conforman las actividades que con más intensidad se desarrollan en nuestra época: las actividades que son planetarias, permanentes, inmediatas e inmateriales. No en vano, el sistema PPII resultaría de una «triple revolución» a la que estaríamos asistiendo como espectadores pasivos, una «revolución tecnológica, económica y sociológica» que —según la interpretación que hace Ramonet del signo de la situación— sustituye los paradigmas temprano-modernos del progreso y la máquina por los tardo-modernos de la comunicación y el mercado.
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Desde esta perspectiva, tan global como crítica del sistema-espectáculo, la pregunta por la situación en el cambio de siglo puede encontrar como respuesta la sugestiva interpretación de que una nueva etapa de la modernidad se ha constituido en la tardo-modernidad presente[7]. Así, estaríamos pasando de una época de liberal-capitalismo industrial a otra de liberal-capitalismo informacional, por introducir ya el término clave que viene utilizando Manuel Castells, con las décadas de 1970 a 1990 haciendo de período de transición entre ambas.
El paso del lenguaje del periodismo crítico de Ramonet al de la sociología crítica de Castells puede permitirnos precisar alguna idea demasiado apresurada del primero. En concreto, la abusiva conversión de la «mundialización de la economía» en presunta «revolución económica», y de la «crisis del concepto tradicional de poder» en imaginaria «revolución sociológica». A todo ello añadiré por último una idea más, referida a lo que podría calificarse de antirrevolución política del ultraliberalismo finisecular.
Aún así, Castells coincide en mucho con Ramonet cuando, resumiéndose a sí mismo al final de La era de la información, afirma que la génesis del nuevo mundo al que estamos asistiendo se originó en la coincidencia histórica de «tres procesos independientes: la revolución de la tecnología de la información; la crisis económica tanto del capitalismo como del estatismo y sus reestructuraciones subsiguientes; y el florecimiento de movimientos sociales y culturales, como el antiautoritarismo, la defensa de los derechos humanos, el feminismo y el ecologismo»[8].
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Conviene, pues, tener presente, en primer lugar, que fue la revolución de la tecnología de la información, en tanto que «cimiento material de la nueva sociedad», la que indujo la aparición del informacionalismo. Y que, en segundo lugar, el capitalismo industrial, apoyándose en la revolución de las tecnologías, hizo lo que no supo hacer el capitalismo estatista de los países del Éste europeo: hacer frente a la profunda crisis de acumulación de los setenta, procediendo a su completa reestructuración. Pues, como es sabido, el capitalismo informacional —que «está incorporado en la cultura y la tecnología», como con acierto subraya Castells— tiene su basamento «en la producción inducida por la innovación y la competitividad orientada a la globalización» (sistema PPII, en la terminología de Ramonet).
A esto hay que añadir que, en tercer lugar, en ese mismo período y de manera autónoma «se desencadenaron vigorosos movimientos sociales de forma casi simultánea en todo el mundo industrializado», cuyas «ambiciones abarcaban —tal como recuerda el mismo autor— una reacción multidimensional contra la autoridad arbitraria, una revuelta contra la injusticia y la búsqueda de experimentación personal». Aunque estos movimientos fracasaron —«eran movimientos culturales, deseosos de cambiar la vida más que de tomar el poder»—, lo hicieron «con una elevada productividad histórica: muchas de sus ideas y algunos de sus sueños germinaron en las sociedades y florecieron como innovaciones culturales».
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A partir de estos tres lineamientos el cuadro sinóptico de la situación de la sociedad mundial de la información necesitaría muchas precisiones más (precisiones que no están ausentes del análisis de Castells). Sin embargo, en lo que resta me limitaré a subrayar el aspecto crucial y las consecuencias centrales de la reestructuración económica a la que aún estamos asistiendo, además de incorporar un cuarto lineamiento que acompaña a los anteriores y que queda diluido en el análisis de Castells —el de la política antirrevolucionaria hegemónica a nivel mundial, como antes adelanté.
Frente a los apologetas de la «sociedad del espectáculo», que tienen la pretensión de estar situados más allá de la modernidad liberal-capitalista (y de ahí el que no duden en autocalificarse como «postmodernos» y «post-capitalistas», aunque no —curiosamente— «post-liberales»), se hace conveniente recalcar que la economía informacional/global, tal como la interpreta Castells, no es más que una forma endurecida de capitalismo en cuanto a fines y valores, aunque más flexible que cualquiera de sus predecesores en cuanto a medios.
Siendo esto así, resulta un gran despropósito ignorar que la economía globalizada es de hecho más capitalista que ninguna otra en la historia. A quién pregunte el porqué de esa afirmación, Castells le reserva otra aún más descarnada: «la regla sigue siendo —dirá— la producción en aras de la ganancia y para la apropiación privada de la ganancia, sobre la base de los derechos de propiedad, que son la esencia del capitalismo».
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No es, pues, sorprendente que el mismo Castells obtenga nítidas consecuencias de su exhaustivo y lúcido análisis. Citémosle por última vez en extenso: «Las divisiones sociales verdaderamente fundamentales de la era de la información son: primero, la fragmentación interna de la mano de obra entre productores informacionales y trabajadores genéricos reemplazables. Segundo, la exclusión social de un segmento significativo de la sociedad compuesto por individuos desechados cuyo valor como trabajadores/consumidores se ha agotado y de cuya importancia como personas se prescinde. Y, tercero, la separación entre la lógica de mercado de las redes globales de los flujos de capital y la experiencia humana de las vidas de los trabajadores».
He ahí el autocrático dominio de la sociedad del espectáculo por la economía mercantil, convertida de forma innegable en auténtica sociedad moderna encadenada[9]. Ahora bien, ¿explican los procesos históricos explorados el triple resultado de separación, exclusión y fragmentación de los individuos? A mi juicio, como he anticipado, una explicación suficiente de la actual situación del mundo —sociedad del espectáculo encubridora de las estructuras desigualitarias— ha de incorporar de forma obligada un cuarto lineamiento explicativo. Sin este elemento no se puede entender que tanto miedo, sufrimiento, dolor y muerte como la que atenaza a una gran parte de la humanidad encuentre hoy la aceptación sin réplica que está encontrando.
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Por decirlo en breve, para concluir: la contradicción —contradicción que también anota Castells— entre el multilateralismo de las decisiones político-económicas globales (del FMI y otros foros similares) y el unilateralismo de su aplicación político-militar (encabezada por los USA) sólo puede encontrar una satisfactoria explicación en el hecho —probado— de que el mundo viene siendo gobernado a lo largo del último medio siglo, con continuidad, persistencia y alevosía, por una Internacional ultraliberal y antirrevolucionaria de poderes surgidos de la coalición bélica mundial doblemente victoriosa en la guerra «caliente» de 1936-1945 y en la guerra «fría» de 1945-1992.
Contra lo que cree la opinión pública y sostiene la opinión publicada, la guerra ha sido el gran determinante de la situación mundial de todo el siglo XX, especialmente en su segunda parte. Joan Garcés en Soberanos e intervenidos ha presentado una interpretación magistral, plenamente convincente y ampliamente documentada en los fondos del Pentágono, de cómo el belicismo ultraliberal más reaccionario, heredero del belicismo nazi y del belicismo estalinista, ha sido el elemento matricial que ha determinado y determina glocalmente toda la actividad espectacular del sistema PPII y su encubierta desigualdad[10]. Pero la sociedad del espectáculo hace que no se vea lo que es dejado fuera de los focos (con medio siglo de retraso y de forma excepcional cineastas heterodoxos como Terrence Malick alcanzan a mostrarnos, con toda la potencia de la industria cinematográfica, lo que realmente ocurre al otro lado de La delgada línea roja).
¿No habrá entonces que interrogarse sobre el sentido normativo que pueda tener (o no tener) la situación actual del mundo de finales de siglo y milenio en sus áreas mantenidas a oscuras tanto como en las que están siendo espectacularmente iluminadas? Porque, no en vano, al igual que «la pregunta por la identidad» (abordada por Pablo Utray) y «la pregunta por la situación» (aquí planteada), «la pregunta por el sentido» es un interrogante existencial que no debería ser eludido por quienes aspiren a la dignidad como premisa mayor de cualquier aspiración a una felicidad que no sea autista[11].
[1] P. Utray, «La pregunta por la identidad (Un divertimento metafísico)», Cuadernos del Ateneo de La Laguna, 4:93-96, 1998.
[2] N. Luhmann, Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general (1984), Barcelona, Anthropos, 1998.
[3] G. Debord, La sociedad del espectáculo (1967), Buenos Aires, Ediciones la Flor, 1974. También G. Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988), Barcelona, Anagrama, 1990, y A. Jappe, Guy Debord (1993), Barcelona, Anagrama, 1998.
[4] El sistema espectacular opondrá a cada oleada democratizadora una oleada contraria, antidemocrática (cfr. J. Markoff, Olas de democracia. Movimientos sociales y cambio político, Madrid, Tecnos, 1998).
[5] Más allá de los autores que traigo a colación, la bibliografía de diferentes tendencias que confluye en la idea situacionista de espectáculo es ya considerable. Me contentaré con recordar El poder en escenas. De la representación del poder al poder de la representación, de Georges Balandier (Barcelona, Paidós, 1994), y Homo videns. La sociedad teledirigida, de Giovanni Sartori (Madrid, Taurus, 1998).
[6] I. Ramonet, Un mundo sin rumbo. Crisis de fin de siglo, Madrid, Debate, 1997.
[7] Como se verá a continuación, no hay sociología reflexiva que se permita la frivolidad de interpretar descriptivamente la situación de nuestro mundo en términos «postmodernos», es decir, ajenos al liberalismo y al capitalismo que vienen conformando, para bien y para mal, a la modernidad entera.
[8] M. Castells, La era de la información. Economía, sociedad y cultura, 3 Volúmenes: La sociedad red, El poder de la identidad y Fin de milenio, Madrid, Alianza, 1997-8.
[9] Una magnífica ilustración: E. Galeano, Patas arriba. La escuela del mundo al revés, Madrid, Siglo XXI, 1998.
[10] J. E. Garcés, Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y españoles, Madrid, Siglo XXI, 1996. También J. P. Faye, El siglo de las ideologías, Madrid, Ediciones del Serbal, 1998.
[11] «La pregunta por el sentido» será, pues, objeto de indagación en un próximo «divertimento poli(é)tico».
* Publicado originalmente en Cuadernos del Ateneo nº 6, págs. 19-23, 1999