Todos los seres vivos experimentamos la existencia de un ritmo universal que, de una u otra forma, condiciona nuestra manera de estar en el mundo, de habitar[i] este planeta. Vibramos y vivimos al son de ese ritmo primordial que marca las estaciones, las noches y los días, el movimiento de los astros, las fases lunares, el ciclo de las mareas…
La especie humana, como afirman Lefebvre y Rigulier[ii], se basa en el corazón de los movimientos del universo que se corresponden con sus propios movimientos. Todas las sociedades humanas hicieron suyo este ritmo cósmico para posibilitar su supervivencia y sustentabilidad en el tiempo. Las diferentes culturas debemos entenderlas, entonces, como interpretaciones y representaciones espacio-temporales de ese ritmo universal. Diferentes maneras de movernos al mismo ritmo produciendo ritmos particulares.
La observación continuada de este ritmo primordial y la práctica cotidiana han permitido a los seres humanos, en cada territorio concreto, aprender a vibrar y a vivir en consonancia con su entorno medioambiental. Este arraigo territorial implica, necesariamente, el desarrollo de un complejo entretejido de relaciones entre los seres humanos, el entorno y, en particular, con los demás seres vivos que habitan un territorio determinado. En este habitar, se genera una multiplicidad de habilidades prácticas y dispositivos culturales que, trasmitidos y recreados a través de las sucesivas generaciones, conforman las señas de identidad de una comunidad, de un pueblo.
*****
Sin montañas o cumbres lo suficientemente altas para atrapar las nubes cargadas de agua, Fuerteventura, la isla primera de este archipiélago atlántico, es un territorio árido y seco, con escasas lluvias y vientos fuertes y constantes que han ido erosionando y modelando su delicado paisaje. Han sido precisamente estas condiciones climáticas las que históricamente han marcado la manera de habitar esta isla por los majoreros y majoreras, su memoria colectiva, su cultura y su identidad: somos hijos e hijas del sol, adoradores del agua. En el territorio, en la memoria y en nuestra práctica cotidiana aún pervive, y se evidencia, esta particular manera de relacionarnos con el agua. Nuestra historia, nuestra experiencia de vida, ha estado durante siglos íntimamente vinculada a ella, a su presencia o ausencia. De este preciado líquido y de sus bendiciones dependían en gran medida la satisfacción de las necesidades terrenales del cuerpo y el alma[iii] de la población isleña.
Habitar el mundo desde aquí nos ha enseñado a seguir el ritmo del agua. Un ritmo particular que resuena en nuestro andar por el mundo, de un modo cambiante, diferente y siempre reconocible en cada una de nuestras andanzas. Nos asentamos allí donde se producían los cauces de agua, cerca de las fuentes y manantiales, aprendimos a conocerla, a predecirla, a invocarla, a conducirla, a compartirla, a adorarla. Seguimos aquí porque en nuestro día a día, a través de las sucesivas generaciones, supimos del valor de las aguas mínimas[iv]. Garuja, chipichipi, llovizna, chirrimire, posma, mojinga, neblina, blandura o tarosada son algunos de los nombres que recibieron las diversas formas que toma el agua atmosférica al caer, en su mínima expresión, sobre la isla. Convertimos este valor de las aguas mínimas en la fuente de la que manaban gran parte de los principios éticos que impregnaron nuestra práctica cotidiana, nuestra estrategia de vida.
De los majoreros antiguos aprendimos a aprovechar el agua que quedaba retenida en las cavidades –pilas o piletas-, formadas de manera natural y/o excavadas en las montañas y barrancos de la isla, o la que se depositaba bajo las arenas de los barrancos, en los eres o cavaderos.
“Me acuerdo yo de escarbar la arena y salir agua, en el Risco Azul, en el Cavadero.” (Villaverde, 1935)[v]
Aprendimos también que el agua es un bien común, que así debe ser para garantizar no sólo el derecho a acceder a este preciado bien, sino para tener también, y sobre todo, la obligación de velar por su cuidado, su adecuada gestión y el buen uso. Sabíamos que el agua no nos pertenecía, sino que nosotros pertenecíamos al agua. Así fue siempre, desde tiempos inmemorables.
“…Y el agua racionada, no se podía gastar tampoco todo el agua que tú querías, ¿comprendes?, porque si venía un año malo había que tener reservas de un año para otro y no se podía abusar del agua. (Puerto del Rosario, 1932).
Establecimos normas, usos y costumbres con la idea de intentar mantener el siempre inestable equilibrio entre el derecho de todos a acceder al agua y la necesaria obligación de respetar los tiempos y los modos en que cada uno de nosotros debía disfrutar de ella, cuidarla y mimarla. Así, respetábamos rigurosamente el orden de llegada a las fuentes o manantiales para abastecerse de agua, la ubicación del sistema de captación con respecto al cauce de agua o la antigüedad en el aprovechamiento del cauce.
“De noches a veces, se ajuntaban unas ‘montonás’ y era como ahora mismo por número […] Por orden, el primero que llegaba cogía su barcinita de agua y se marchaba” (Tindaya, 1937).
“Llenabas el aljibe, por la primera que se hizo, ¿comprende?, llenaba la primera; después a lo mejor hacían otra por aquí, otra por aquí, a lo mejor por ese, por ese caño, le llamamos el caño, por ese caño a lo mejor se llenaban cuatro o cinco aljibes, pero primero llenaba una y después la otra y después la otra” (El Cotillo, 1932).
Al ritmo de los tiempos, fuimos dibujando en el territorio una red de caminos para el agua, caños y sistemas de alcogidas que nos permitieran conducir y retener el agua con la esperanza de saciar la sed de la tierra, de la gente y de los ganados. Maretas, aljibes, nateros, gavias…, mirando al cielo, esperando la lluvia, interpretando las señas de agua.
*****
Y es que hubo un tiempo, no tan lejano, en el que el pueblo majorero dedicaba su máxima atención a observar e interpretar el ritmo del universo desde el pedacito de tierra-mar en el que habitaba desde antiguo. Una constante y permanente práctica de estar alerta a las señales del mar, del cielo y de la tierra. De entender y comprender estas señales dependía nuestra supervivencia, condicionada por la extrema necesidad de acceder al preciado líquido.
Sabíamos porque nos lo enseñaron desde antiguo que todo estaba estrechamente relacionado, que formábamos parte de un todo indivisible conectado por el agua. El movimiento de las estrellas, las fases de la luna, la floración de las plantas, la humedad ambiental, el comportamiento de los animales, el estado del mar, la forma de las nubes, el olor de la tierra, nuestro propio cuerpo, todo nos hablaba del agua.
“Los animales también acusan muchas cosas, muchas cosas que son medio ciertas, porque el mismo planeta, el mismo planeta lo tenemos en la gente como lo tenemos los animales. Porque nosotros, sí, somos gente, pero los animalitos son de carne y hueso como nosotros. Usted ve el año que el ganado aberrunta el agua, la ve usted saludable y buena, tan buena, dan la leche, leche, pero aberruntan una ruina y les cae todo arriba. Les cae la tetera, les cae el moquillo ese, le cae todo, porque cuando hay una atmósfera mala, es un año malo. (Pájara, 1925).
Mediante la observación e interpretación de estas señas de agua se fue conformando nuestro entendimiento de los ritmos de la naturaleza, del universo y de nosotros mismos. El agua nos convocaba, nos reunía, nos sociabilizaba. A las mujeres nos llevaba y nos traía el agua, juntas seguíamos su ritmo. Acudíamos a buscarla a las fuentes y manantiales, a los pozos y a los lavaderos. En ese ir y venir compartíamos el día a día, nuestras vivencias, nuestras preocupaciones, nuestras esperanzas…, la vida.
El agua era la vida, por eso la adoramos. Dulce o salada, nos limpiaba el cuerpo y el alma, nos purificaba. Sabíamos que sin ella era imposible la propia existencia. Ella es el principio y el fin .Así fue desde siempre.
“Era abajo en Las Salinas, entonces mi abuela decía que los baños eran nueve días, íbamos a darnos los baños todos los veranos y teníamos que estar nueve días allí. Nueve días, que los baños eran nueve baños para que quedara el cuerpo bien, como queriendo decir que era como…, que tenían que estar nueve días allí, nueve días los nueve baños había que dárselos, como si fuera una medicina. […]Tradición que ellos tenían.” (Pájara, 1936).
*****
Ahora, en esta líquida modernidad[vi], cuando creemos que ya no es necesario atender a los ritmos de la naturaleza, a las señales de nuestro entorno, a las relaciones con los demás seres vivos. Cuando pensamos que no hay límites a nuestro despreocupado consumo, cuando hemos dejado de valorar las aguas mínimas y olvidado la búsqueda del necesario equilibrio entre los derechos y las obligaciones. Ahora que nuestros pies parecen no querer tocar esta tierra sedienta que nos acoge, cuando ya no escuchamos los latidos del universo, ahora, más que nunca, es vital que recordemos la manera de vibrar y vivir al ritmo del agua de los antiguos majoreros, su filosofía y su ética.
En el contexto actual, con crisis de carácter multidimensional que provocan desarraigo territorial y cultural, conflictos por la escasez de recursos básicos, insolidaridades y desigualdades múltiples, ausencia de valores comunitarios e individualismo exacerbado, no nos podemos permitir desperdiciar los conocimientos, saberes y habilidades que durante siglos posibilitaron la sustentabilidad de nuestros ancestros. Su particular manera de estar en el mundo, de habitar el territorio y desarrollarse comunitariamente debería servirnos de guía para aprender a encontrar nuestro propio ritmo, interpretando el eterno ritmo primordial. No importa si arribamos a esta isla hace más de 2.000 años o si llegamos ayer, todos necesitamos arraigarnos, enraizarnos en el terruño, andar por la vida desplegando las alas de la convivencialidad. De ello depende que sigamos aquí.
[i] Compartimos con Tim Ingold la noción de habitar el planeta como un proceso inacabado en el que los seres humanos aprenden y se desarrollan moviéndose entre su materialidad, juntándose y separándose de otros seres que perciben de acuerdo a sus prácticas, que en el caso de los seres humanos incluye creciente comunicación intersubjetiva para educar la atención de cada persona-organismo perceptor. Así es como avanza la vida y la conciencia, simplemente habitando el mundo con otros.[… ] Lugar y comunidad son percibidos como ligazones de vida. […] un nudo donde las personas se juntan, se mueven, se encuentran con otros, parten, arriban, dejan el lugar. Tim Ingold (2012). Ambientes para la vida. Conversaciones sobre humanidad, conocimiento y antropología. Ediciones Trilce, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y Extensión universitaria-Universidad de la República.
[ii] Henri Lefebvre y Catalina Rigulier. El proyecto Ritmo‐analítico [Publicado originalmente como «Le projet rythmanalytique», Comunicaciones, 41,1985, pp 191‐9.] Analisis del Ritmo. Ritmo‐análisis. Espacio, tiempo y vida cotidiana. Henri Lefebvre. Traducido por Stuart Elden y Gerald Moore. Con una introducción de Stuart Elden Continuum de Val ww.continuumbooks.com Traducción Inglés © 2004 Continuum. Elementos de ritmo‐análisis, publicado originalmente como Eltonents de rythmanalyse por Ediciones Syllepse, París.1992
[iii] Para una mayor profundización en la conceptualización de las necesidades humanas mediante la revisión de la obra de Simone Weil, véase Mailer Mattié y Sylvia María Valls (2017). Las necesidades terrenales del cuerpo y del alma. Inspiración práctica de la vida social. https://institutosimoneweilediciones.wordpress.com/?s=las+necesidades+terrenales+del+cuerpo+y+del+alma
[iv] Tomamos prestado el concepto de “aguas mínimas” de Ramón Vargas (2006). La Cultura del Agua: Lecciones de la América Indígena (UNESCO Programa Hidrológico Nacional), con la intención de visibilizar la importancia vital que para los habitantes de Fuerteventura tenía el agua en su mínima expresión y cómo esta relación con el agua conformó una ética, una filosofía de vida particular. Este texto ha sido guía e inspiración para aprender de las enseñanzas del agua en Fuerteventura.
[v] Las citas que aparecen en este artículo forman parte de la información oral producida en distintas investigaciones realizadas y/o coordinadas en Fuerteventura por la autora, en solitario o en colaboración con otras investigadoras. Entre paréntesis aparece el lugar de procedencia de la persona entrevistada y su año de nacimiento.
[vi] Concepto sociológico propuesto por Zygmunt Bauman (1999): Modernidad líquida. Buenos Aires. Fondo de Cultura Económica, que utilizamos para dar cuenta del desarraigo impuesto por la sociedad de consumo capitalista, del marcado individualismo, de la precariedad y volatilidad de las relaciones humanas.
* Este artículo está firmado por María Elena Gutiérrez Lima, Doctora en Antropología Social y Cultural, y apareció originalmente publicado en la Revista El Bucio número 0, de venta en librerías.