Nunca imaginé ser parte de la historia de la emigración canaria; si bien nuestro pueblo tiene sobrada experiencia, pensé que ya era una cosa del pasado: los relatos que siempre oía de los bisabuelos y los tíos abuelos. Uno de ellos, José Izquierdo Crespo, se quedó para siempre en Cuba. Otros, maternos, paternos, hicieron el camino de ida y vuelta numerosas veces. Todo canario tiene, al menos, una historia en su familia. Como ejemplo curioso, mi abuela paterna, que nunca visitó 6 de las 8 islas de nuestro archipiélago, aprendió a leer con una cartilla cubana y así sabía los nombres de los ríos y la orografía de la isla caribeña mucho mejor que la de la suya propia.
Sin embargo, un día, el mundo que con tanto esfuerzo había construido a mi alrededor se derrumbó sin remedio y me vi con la maleta en la mano, rumbo a lo desconocido. La maleta, siempre la maleta, “la que mi abuelo se llevó a La Habana, mi padre a Venezuela” en las palabras de Lezcano que tantas veces canté en la universidad.
No puedo describir lo que se siente al verte forzado a abandonar tu casa, tu familia, tu patria (el lugar único al que siempre has pertenecido, donde se forjaron tus afectos, tus aprendizajes y tus experiencias).
Con todo, debo decir que mi emigración ha sido suave, entendiéndose por ello que he tenido siempre a mi disposición la tecnología (bendito internet que nos crea la falsa realidad de tener a los nuestros cerca). Después el hecho de que, dentro de lo que cabe, «elegí» yo el país de destino, y lo hice con las garantías políticas y sociales de lo que tristemente se ha dado en llamar “emigración legal”. A pesar de todo ello es una experiencia que te marcará para siempre. No quiero ni imaginar en condiciones peores… Nadie abandona a los suyos si tiene lo que necesita para tener una vida digna. Nadie.
Creo que todos nos vamos con la idea de volver pronto, de que sea solo un estadio pasajero en nuestras vidas, pero el tiempo pasa y con él nuestro lugar en la tierra de origen va desapareciendo, ocupado por otros que sí están -o simplemente diluyéndose- haciendo que la lejanía no sea sólo física.
Así, los emigrantes, como el gato de Schrödinger, estamos y no estamos al mismo tiempo. Una parte de lo que somos quedó anclada en lo que dejamos atrás, mientras la otra se integra como puede en la nueva realidad (forzada), sin estar ya nunca más al 100% en ninguno de los dos sitios. Por otro lado, nuestra tierra de acogida no nos dota de un espacio propio porque somos algo ajeno, en el que muchas veces ni siquiera encajamos (diferencias culturales insalvables, barreras lingüísticas, xenofobia…). Vivimos entonces la paradoja del emigrante: por un lado ansiamos regresar al lugar donde nacimos, que extrañamos, pero cuando volvemos allí -aunque sea fugazmente- nos damos cuenta de que ha dejado de pertecernos (en realidad nosotros hemos dejado de pertenecer); eso crea una incomodidad que nos hace querer volver a nuestro país de acogida, al que realmente no pertenecemos. Siempre lo explico con la metáfora de una planta a la que que sacas de su maceta y colocas en otro lugar. Cuando intentas transplantarla al macetero original ya no es posible porque el espacio, su espacio, no existe (otras plantas, raíces que se expanden…). Eso somos los emigrantes al final: plantas que no terminan de encontrar lugar en el macetero del mundo.
Porque, como aquel pie de romance que aprendimos con los viejos de Chipude durante nuestros años de investigación etnográfica:
“Extranjero en tierra ajena
por bien que le vaya, pena”