Un par de recientes viajes a España e Italia me ofrecieron la posibilidad de conversar con muchos intelectuales, académicos y políticos del menguante arco progresista que aún existe en esos países. Luego de repasar la inquietante situación europea y el avance de la derecha radical mis interlocutores me pedían que les hablase de la actualidad latinoamericana pues, me aseguraban, les costaba comprender lo que allí estaba ocurriendo. Recogiendo el guante yo comenzaba por reseñar la brutal ofensiva restauradora del gobierno de Donald Trump contra Venezuela y Cuba; proseguía pasando revista a la desgraciada involución política sufrida por Argentina y Brasil a manos de Macri y Bolsonaro y los alentadores vientos de cambio que provenían de México; la centralidad de las próximas elecciones presidenciales que tendrían lugar en octubre en Argentina, Bolivia y Uruguay y finalizaba esta primera ojeada panorámica de la política regional denunciando la perpetuación del terrorismo de estado en Colombia, con cifras espeluznantes de asesinatos de líderes políticos y sociales que causaban sorpresa entre mis contertulios por ser casi por completo desconocidas en Europa, lo cual dice mucho acerca de los medios de comunicación ya definitivamente convertidos en órganos de propaganda de la derecha y el imperialismo. Al detenerme para brindar información más pormenorizada sobre los criminales alcances de la agresión perpetrada en contra de la República Bolivariana de Venezuela siempre surgía, como si fuera un cañonazo, la siguiente pregunta: pero, dinos: ¿se puede realmente hablar de una revolución en Venezuela?
Mi respuesta siempre fue afirmativa, aunque tenía que ser matizada porque las revoluciones –y no sólo en Venezuela- siempre son procesos, nunca actos que se consuman de una vez y para siempre. Impresionado por una visita que hiciera a la Capilla Sixtina para contemplar, una vez más, la genial obra de Miguel Angel se me ocurrió pensar que para muchos de mis interlocutores –y no sólo europeos- la revolución es algo así como el pintor florentino representaba la creación del hombre o de los astros: Dios, con un gesto, una mirada ceñuda, un dedo que apunta hacia un lugar y ¡he ahí el hombre, allí está Júpiter, allá la revolución! Esta suerte de “creacionismo revolucionario” sostenido con religioso ardor incluso por contumaces ateos. –¡que en lugar de Dios instalan en su lugar a la Historia, con hache mayúscula, bien hegeliana ella!- contrasta con el análisis marxista de las revoluciones que desde Marx, Engels y Lenin en adelante siempre fueron interpretadas como procesos y jamás como rayos que caen en un día sereno para dar vuelta, irreversiblemente, una página de la historia. Siguiendo con la analogía inspirada en la Capilla Sixtina uno podría decir que contra el “creacionismo revolucionario”, expresión de un idealismo residual profundamente anti-materialista, se impone el “darwinismo revolucionario”, es decir, la revolución concebida como un proceso continuo y evolutivo de cambios y reformas económicas, sociales, culturales y políticas que culminan con la creación de un nuevo tipo histórico de sociedad. En otras palabras: la revolución es una larga construcción a lo largo del tiempo, en donde la lucha de clases se exaspera hasta lo inimaginable. Un proceso que desafía al determinismo triunfalista de los «creacionistas» y que siempre se enfrenta a un final abierto, porque toda revolución lleva en su seno las semillas de la contrarrevolución, que sólo puede ser neutralizada por la conciencia y la organización de las fuerzas revolucionarias. Esta sería la concepción no teológica sino secular y darwinista -es decir, marxista de la revolución. Y no está de más, anticipándome a mis habituales críticos, recordar que no por casualidad Marx le dedicó el primer tomo de El Capital a Charles Darwin.
Las revoluciones sociales, por consiguiente, son acelerados procesos de cambio en la estructura y también, no olvidar esto, en la superestructura cultural y política de las sociedades. Procesos difíciles, jamás lineales, siempre sometidos a tremendas presiones y debiendo enfrentar obstáculos inmensos de fuerzas domésticas pero sobre todo del imperialismo norteamericano, guardián último del orden capitalista internacional. Esto ocurrió con la Gran Revolución de Octubre, y lo mismo con las revoluciones en China, en Vietnam, en Cuba, en Nicaragua, en Sudáfrica, en Indonesia, en Corea. La imagen vulgar, desgraciadamente dominante en gran parte de la militancia y la intelectualidad de izquierda, de una revolución como una flecha que sube a los cielos del socialismo en línea recta es de una gran belleza poética pero nada tiene que ver con la realidad. Las revoluciones son procesos en donde las confrontaciones sociales adquieren singular brutalidad porque las clases institucionales que defienden el viejo orden apelan a toda clase de recursos con tal de abortar o ahogar en su cuna a los sujetos sociales portadores de la nueva sociedad. La violencia la imponen los que defienden un orden social inherentemente injusto y no los que luchan por liberarse de sus cadenas. Eso lo estamos viendo hoy en Venezuela, en Cuba y en tantos otros países de Nuestra América.
Dicho lo anterior, ¿cuál fue mi respuesta a mis interlocutores? Sí, hay una revolución en marcha en Venezuela y la mejor prueba de ello, la más rotunda, es que las fuerzas de la contrarrevolución se desataron en ese país con inusitada intensidad. Una verdadera tempestad de agresiones y ataques de todo tipo, que sólo pueden comprenderse como la respuesta dialéctica a la presencia de una revolución en vías de construcción, con sus inevitables contradicciones. Es por eso que un test infalible para saber si en un país hay un proceso revolucionario en curso lo brinda la existencia de la contrarrevolución, es decir, de un ataque, abierto o solapado, más o menos violento según los casos, destinado a destruir un proceso que algunos “doctores de la revolución” consideran como un inofensivo reformismo o a veces ni siquiera eso. Pero los sujetos de la contrarrevolución y el imperialismo, como su gran director de orquesta, no cometen tan gruesos errores y con certero instinto procuran por todos los medios poner fin a ese proceso porque saben muy bien que, cruzada una delgada línea de no retorno, el restablecimiento del viejo orden con sus exacciones, privilegios y prerrogativas sería imposible. Aprendieron de lo ocurrido en Cuba y no quieren correr el menor riesgo. ¿Es una revolución aún inconclusa la que hay en Venezuela? Sin dudas. ¿Enfrenta gravísimos desafíos por las presiones del imperialismo y por déficits propios, por el cáncer de la corrupción o por algunas políticas gubernamentales mal concebidas y peor ejecutadas? Indudable. Pero es un proceso revolucionario que tendencialmente apunta hacia un final que es inaceptable para la derecha y el imperialismo, y por eso se lo combate con saña feroz.
En Colombia, en cambio. las fuerzas de la contrarrevolución actúan de la mano del gobierno para tratar de aplastar a la revolución en ciernes que se agita del otro lado de la frontera. ¿Están aquellas fuerzas operando para derrocar a los gobiernos de Honduras, Guatemala, Perú, Chile, Argentina, Brasil? No, porque en estos países no existen gobiernos revolucionarios y por lo tanto el imperio y sus peones se desviven por apuntalar esos pésimos gobiernos. ¿Operan en contra de Venezuela? Sí, y con el máximo rigor posible, aplicando todas y cada una de las recetas de las Guerras de Quinta Generación, porque saben que allí sí se está gestando una revolución. ¿Y por qué tanto encono en contra del gobierno de Nicolás Maduro? Fácil: porque Venezuela posee la mayor reserva petrolera del planeta y es junto a México uno de los dos países más importantes del mundo para Estados Unidos, aunque sus diplomáticos y sus paniaguados de la academia y los medios rechacen con burlas este argumento. Es ocioso enfadarse con ellos porque esa gente simplemente está cumpliendo el papel que les fuera asignado y por el cual son generosamente recompensados. Venezuela tiene más petróleo que Saudiarabia, y además muchísima más agua, minerales estratégicos y biodiversidad. Y además, todo a tres o cuatro días de navegación de los puertos estadounidenses. Y México también tiene petróleo, agua (sobre todo el acuífero de Chiapas), grandes reservas de minerales estratégicos y, como si lo anterior fuera poco, es país fronterizo con Estados Unidos. Un imperio que se cree inexpugnable al estar protegido por dos grandes océanos pero que se siente vulnerable desde el sur, donde una extensa frontera de 3169 kilómetros es su irremediable talón de Aquiles que lo coloca frente a frente con una Latinoamérica en perpetuo estado de fermentación política en pos de su Segunda y Definitiva Independencia. De ahí la importancia absolutamente excepcional que tienen esos dos países, cuestión ésta incomprensiblemente subestimada aún por gentes de izquierda ¿Y Cuba? ¿Cómo explicar los más de sesenta años de ensañamiento en contra de esta heroica isla rebelde? Porque ya desde 1783 John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, reclamaba en una carta desde Londres (donde había sido enviado para restablecer los lazos comerciales con el Reino Unido) que dada la gran cantidad de colonias que la Corona británica poseía en el Caribe había que anexar sin más demora a Cuba a los efectos de controlar la puerta de entrada a la cuenca caribeña. Cuba, excepcional enclave geopolítico, es una vieja y enfermiza obsesión estadounidense que arranca muchísimo antes que el triunfo de la Revolución Cubana.
Pero la ofensiva contrarrevolucionaria no se detiene en los tres países arriba nombrados. También arrecia contra el gobierno de Evo Morales en Bolivia, que logró una prodigiosa transformación económica, social, cultural y política convirtiendo a uno de los tres países más pobres del hemisferio occidental (junto a Haití y Nicaragua) en uno de los más prósperos y florecientes de la región, según atestiguan organismos tales como la CEPAL, el Banco Mundial o la prensa financiera mundial. Recuperó el control de sus riquezas naturales, sacó a millones de la pobreza extrema y además lo hizo con Evo Morales, un miembro de una de sus etnias originarias fungiendo como presidente, un logro histórico sin parangón en esta parte del mundo. Y Nicaragua también está en la línea de fuego, porque por más defectos o errores que pueda tener la revolución sandinista la sola presencia de un gobierno que no esté dispuesto a ponerse de rodillas frente al Calígula americano (como hacen Macri, Bolsonaro, Duque y compañía) es más que suficiente para desatar todas las furias del infierno en contra de su gobierno. Y, además, está la crucial -en términos geopolíticos- cuestión del nuevo canal bioceánico que podrían construir los chinos y que constituye un verdadero escupitajo en el rostro de quienes se reapoderaron del Canal de Panamá y los saturaron, otra vez, con bases militares prestas a sembrar muerte y destrucción en nuestros países.
Termino recordando una sabia frase de Fidel cuando dijo que “el principal error que cometimos en Cuba fue creer que había alguien que sabía como se hacía una revolución”. No hay un manual ni un recetario. Son procesos en curso. Hay que fijar la vista no sólo el momento actual, en los desconcertantes relámpagos de la coyuntura que hoy agobian a Venezuela, sino también visualizar la dirección del movimiento histórico y tener en cuenta todas sus contradicciones. Al hacer esto, no cabe duda que en Venezuela se está en medio de un convulsionado proceso revolucionario que, ojalá, y «por el bien de todos», como decía Martí, termine prevaleciendo sobre las fuerzas del imperio y la reacción. Nuestra América necesita esa victoria. Todo esfuerzo que se haga para facilitar tan feliz desenlace será poco.
* El autor es Atilio A. Boron, Coordinador del Ciclo de Complementación Curricular en Historia de América Latina-Facultad de Historia y Artes, UNDAV Director del PLED , Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales del Centro Cultural de la Cooperación «Floreal Gorini». Fue publicado originalmente en Rebelión, desde donde es compartido bajo Licencia Creative Commons.