Mucha gente odia el viento. En Santiago de Compostela, hace menos de un mes, una señora que iba a viajar a Canarias me preguntaba si hacía mucho viento en Gran Canaria porque ella lo odiaba. Yo le respondí que si no quería viento lo iba a tener complicado. Entiendo su rechazo a la ventolera que te lleva por delante, que molesta, que incomoda. Esa mañana terminé de calzarme las playeras deportivas encima de los calcetines invisibles de tobillo. Llevaba pantalones cortos hasta la rodilla y una camiseta ligera. Gafas de sol, collar de cuentas y una pulsera de cuero con una especie de espiral en la parte metálica. Llegué al paseo de Tufia más relajado de la cuenta. Me asomé a la playa y un golpe entre viento y salitre me golpeó la cara. Quien no ha sentido esa brisa agradable en su rostro, no sabe lo que se pierde. Dice la oralidad que cuando la Playa de Tufia está quieta, la de Aguadulce está ventosa y viceversa. Ese día Tufia tenía viento y Aguadulce también, por lo que ironicé en secreto con la leyenda.
Esa mañana recorrí las cuatro callejuelas que componen el barrio marinero teldense, donde se encuentra un yacimiento arqueológico y un arenal hasta la Playa de Ojos de Garza, adornado con restos de invernaderos de tomateros. Esa parte de la costa es sumamente hermosa. Apoyada en una esquina, estaba ella. Alguien osó ponerle a una carrucha los colores de la bandera canaria y algo así como siete estrellas que se reparten en la tricolor, unas estrellas que suelen ir en el celeste. ¿Quién soy yo para juzgar al pintor? Sonrío imaginando a un votante fanatizado viendo semejante espectáculo. «La bandera de Cubillo», «hasta Pablo Iglesias el anticonstitucional la porta». No se trata de reflexionar sobre la bandera, pero ya es de sobra apuntado que hablamos de un símbolo popular.
¿Qué es la canariedad? Me pregunto en aquel instante. Es difícil de definir. Para mí, en aquel momento, canariedad es ese viento y esa salitre que golpea mi cara, son las calles y barquillas de Tufia, es mi collar de cuentas, pero también mi indumentaria toda. Tan canaria es la misma como si me vistiera con cachorro fabricado en Sevilla o fajín «made in China». La canariedad no se puede construir a base de prejuicios y reglas autoimpuestas. Canariedad es un maúro o un mago y también un santacrucero que se viste para la Romería del Socorro. También lo es el pibe de Las Rehoyas que viste con gorra americana. Canariedad son tantas cosas y tan cambiantes… Canarias es Taller Canario en su éxtasis de fusiones, Canarias es Achicatnas con su rap reivindicativo, Canarias es Los Gofiones, Canarias es una parranda en un bar de Teror y Canarias es un tajaraste gomero. Canarias es César Manrique, las viudas blancas de Estrella Monterrey, las reflexiones sobre patrimonio de José Farrujia, son las creaciones de Armando Ravelo, los documentales de Lagarta Producciones, las canciones de Luis Morera, las espirales de Martín Chirino, un cuento de Pepa Auroa, las historias de Yaiza Afonso, una manifestación feminista, un yacimiento arqueológico cuidado u olvidado, la Iglesia de Chipude, los primeros asentamientos en Betancuria, las marchas por nuestro medioambiente…
Canarias son tantas cosas que nos gusta, pero tantas otras que no nos gusta. La corrupción política, las listas de espera en Sanidad, la cola en Educación, el trabajo precario que sangra a nuestro pueblo, la población en riesgo de pobreza que no nos deja vivir en paz, los alquileres abusivos, autónomos con problemas, infraestructuras innecesarias, la canariedad casposa que defiende el poder, el clientelismo, la aculturación galopante vestida de ciudadanomundista, un modelo turístico depredador, la explotación laboral… Un país se compone de cosas que nos gustan y que no nos gustan. Un país está sometido a contradicciones difíciles de resolver.
Hoy es Día de Canarias y me acuerdo de dos tipos de personas que se oponen al mismo. Por un lado, los que dicen que no podemos celebrar porque somos pobres, precarios y tenemos cosas que arreglar antes que ponernos el cachorro y comer papas arrugadas. Por otro lado, los que argumentan que el Día de Canarias coincide con dos hechos que son lascivos con Canarias: la firma del Pacto de Calatayud y el Estatuto de Autonomía de Canarias, uno por ser la demostración de la derrota y lo otro por ser insuficiente. Debo confesar que en algún momento, hace años, coqueteé con la segunda postura. Hasta que me di cuenta que lo realmente importante es que un país se celebre aunque sea un día al año. Ver gente que ese día, al menos, está orgulloso de ser canario, no es un hecho baladí. En el lado de los primeros, son los mismos que no coincidirían en el análisis, o al menos no hacen tanto énfasis, con los desfiles y dispendios del 12 de octubre. Muchas veces ser ciudadano del mundo se confunde con ser defensor del estado de cosas.
Yo celebro el Día de Canarias. Me voy a vestir con traje típico y cachorro, no porque sea un paleto a quien Coalición Canaria pagó un bocadillo de mortadela, sino porque es el día de recordar que existimos como pueblo y esa indumentaria es un símbolo. Me comeré un sancocho y no porque deteste la pizza, el sushi o los tacos mexicanos, sino porque hoy me apetece. Quiero estar festejando con mi pueblo que somos pueblo, que a pesar de todo resistimos y que construimos la canariedad día a día, canariedad cambiante y evolutiva, pero con raíces populares, insulares y nacionales. Incluso vestido de maúro, seguiré reivindicando una mejora en sanidad, educación, empleo u oportunidades. Incluso con mi cachorro y mi fajín, abogaré por ahondar en un Estatuto todavía insuficiente, mientras miramos para atrás y aprendemos de nuestra historia. El viento seguirá golpeando nuestra cara, ese viento único, y debemos virarlo para mejorar lo malo que tenemos, defender lo bueno y construir, entre todos, una canariedad consciente para el siglo XXI. Nunca hizo nada por un pueblo quien le dio la espalda y se burló de él.