De mis ya lejanas y por tanto añoradas clases de Latín en la universidad recuerdo especialmente la pasión con la que estudiamos las Catilinarias. En aquella época donde las series no se habían convertido en el formato de moda que son hoy, leer a Marco Tulio Cicerón denunciando la trama de Catilina era lo más parecido. ¡Con qué gusto paladeábamos cada frase, cada figura retórica mientras imaginábamos a Cicerón, de pie en medio del Senado, enunciando todos los detalles de la conspiración! ¡Cómo uno tras otro iban cayendo los conspiradores en mano de los guardianes de la ley! Aunque el orador no fuera tampoco un dechado de virtudes y se colocara hábilmente como el único salvador de Roma, lograba que todos nosotros -incluso en mitad de aquel esfuerzo por traducir sin diccionario- empatizáramos con su figura y nos pusiésemos inmediatamente de su lado. Frente a las artimañas y asechanzas del ambicioso Catilina, Cicerón encarnaba los más altas virtudes personales en la República romana. De entre todas ellas, la más necesaria en aquel momento crucial: la gravitas.
Entendían los romanos la gravitas como la ausencia de frivolidad, que acompañaba ineludiblemente a la seriedad y al sentido de la responsabilidad. Era una virtud recomendable para toda la ciudadanía pero, especialmente, para los servidores públicos, que debían transmitir ejemplaridad y un mensaje de confianza y respeto a quienes los tenían por regidores transitorios de su destino. Creo que en prácticamente todos los partidos de la política canaria hay personas que hacen honor a estos ideales. Más allá de las diferencias ideológicas que uno pueda tener con ellos, son fácilmente reconocibles y es de agradecer que comprendan y asuman la importancia que tiene el que demuestren un comportamiento ejemplar sobre el que se pueda asentar una cultura cívica compartida. Cuentan con mi respecto, mi crítica constructiva aunque no con mi apoyo.
Sin embargo, ante el cúmulo de machangadas y babiecadas que hemos tenido que soportar durante esta campaña electoral en Canarias, por tierra (candidatas que a falta de ideas no dudan en ponerse en ridículo haciendo como que bailan), por mar (candidatos cuya mejor idea es tirarse de cabeza del muelle como cuando tenían quince años) y por aire (candidatas que protestan por las bicicletas pero no dudan en tirarse en parapente a falta de propuestas), uno empieza a soñar con el día en que, no un provecto senador, sino el pueblo canario entero, en nuestras calles y plazas, exclame: “¿Hasta cuándo abusarán de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo este furor suyo nos eludirá?”. Será seña inequívoca de que los aprendices de Catilina, adictos a la viralidad y bufones a sueldo público, tienen los días contados como administradores de nuestra res publica.