Los territorios isleños fueron los primeros en padecer las consecuencias de la carga colonial al ser lugares pequeños y vulnerables a la invasión extranjera (Baldacchino and Royle, 2010). La visión que los colonos tenían de las islas las convertían en espacios mitificados, exóticos y utópicos, propensas a ser poseídas como propiedad exclusiva. Al mismo tiempo, también sus pobladores fueron calificados de “extraños” o “diferentes”. Así lo apunta Baldacchino (2007: 2) citando al antropólogo R. Firth cuando éste tuvo su primer contacto con los nativos de la Polinesia, describiéndolos como “material humano turbulento para ser inducido a someterse a un estudio científico” (1936: 1).
Del mismo modo, las islas se tornaron en escenarios donde poner a prueba las estrategias que se deberían seguir en los vastos territorios continentales, como, por ejemplo, la dominación esclava a través de las “plantaciones” del Caribe, Océano Indico y las Islas Canarias, espacios donde se iniciaron los primeros modelos de producción proto-industriales fundamentalmente alrededor del ingenio azucarero, el cacao y el café (Cubera, 2011).
Pero las islas también fueron los territorios prístinos donde se fraguó la mezcla étnica entre los pobladores originarios (o precoloniales) y los conquistadores y foráneos. En un primer momento, los indígenas isleños fueron sometidos y esclavizados para las labores más arduas o vendidos en los mercados europeos y americanos, pero una vez que se iban reduciendo en número se repoblaban con individuos extranjeros. Fue éste el caso de las Islas Canarias y el Caribe, donde como argumenta García (2006: 200) se introdujo una “masa de población dependiente y esclava proveniente de África (moriscos norteafricanos y negros subsaharianos en Canarias, originarios del Golfo de Guinea y otras zonas del África negra en el Caribe)”. A lo largo del tiempo esta mezcolanza habría causado sociedades isleñas caracterizadas por la “criollización” (importante en América Latina y el Caribe), término usado para referirse al proceso por el cual se construye la persona o el “yo” (self). Para Allen (1998: 44; extraído de Cubera)
La criollización sugiere (a) un distanciamiento de la noción de origen y una complicación en la reconstrucción de un tipo de camino hacia un sentido de esencia o fuente; (b) una experiencia histórica del colonialismo que da lugar a su uso como “encuentro intercultural y la ubicación de lo criollo en una intersección, negociando entre identidades y fuerzas, y definido por sus reubicaciones”; (c) un proceso continuo con nuevos ingredientes agregados; y (d) una multiplicidad de formas criollas que hace que “el contexto y el punto de vista sean cruciales en su comprensión” (2011:14).
De esta forma, el proceso de “criollización” repercute en el cómo de la construcción identitaria de las sociedades colonizadas al influir en la ubicación y circunstancias sociohistóricas y creativas de la colectividad. Por un lado, puede devenir en una asimilación de la cultura e identidad colonial, mimetizando a la sociedad de la metrópoli al considerarla superior a la suya propia; o, por contra, puede ser un elemento que aliente la construcción nacional reforzando una identidad exclusiva que se autoproclame como sujeto político y soberano en contraposición al colonizador.
Sea como fuere, los elementos de la criollización se amplifican en territorios como las islas. Al ser éstas espacios finitos la construcción identitaria se refuerza a la par que se imagina defendida por el mar que las rodea. Las islas en sí mismas crean y excluyen identidades, pero a su vez padecen de sus mismas lógicas al ser tremendamente vulnerables a las influencias externas que consiguen perpetuarse en la cultura popular. Además, el mar puede tornarse lejos de esa concepción de seguridad al actuar de transmisión y camino entre culturas de toda índole. Por ello, la visión colonial de la isla en tanto territorio alejado “allende los mares” y nacida al calor de su descubrimiento por parte de los europeos, se desdibuja si se atiende por un momento a que la primera concepción es producto del etnocentrismo, y la segunda es una falacia en sí misma, puesto que en la mayoría de los casos las poblaciones isleñas antes de que arribaran los europeos a sus costas habían mantenido contactos tanto con otros pueblos isleños como con navegantes de otras civilizaciones.
De todo ello se deduce un imaginario colectivo alrededor de la isla, de su historia e idiosincrasia, que se aleja de lo verdaderamente objetivable. El lenguaje colonial habría construido interpretaciones estereotipadas y, en muchos casos, desvirtuadas del término isla, más si cabe en las relaciones de poder geopolíticas donde éstas aparecen como lugares desiguales, maleables y vulnerables en comparación a los territorios denominados de “tierra adentro” o “tierra firme” (en relación al continente). Nuevamente, McCusker y Soares lo argumentan de forma clara al poner el ejemplo de los ciudadanos de Martí y Guadalupe:
Durante muchos años imaginaron a Francia como la madre patria, lo que sugiere una relación particularmente desfavorable con un progenitor y guardián muy distante (pero benévolo). Las islas muy a menudo se construyen como las hijas obedientes de la metrópoli (2011:14).
Las Islas Canarias y la cartografía crítica colonial
La historia contemporánea de las Islas Canarias ha estado ligada a las relaciones con la metrópoli, en un primer momento con el Imperio castellano y, posteriormente, con el Estado español. Inicialmente, esta relación se asienta en un estatus colonial que someterá a la sociedad canaria a una asimilación cultural en diferentes grados bajo la tutela política, administrativa y educacional de España y el parcial etnocidio de todo rasgo precolonial indígena. Esto supuso la construcción de una población autóctona singular y compleja diferenciada en muchos casos a la del resto del Estado dados los elementos antropológicos de mezcolanza entre la raza peninsular y la africana amazigh (bereber) (Voituriez and Brito, 1982).
Pero las Islas Canarias no sólo se diferencian por sus elementos etnográficos sino, más bien, su principal hecho diferencial respecto al resto del Estado español se sustenta en la particularidad geográfica, tanto en su vertiente insular como en su ubicación geográfica en el noroeste del continente africano a unos 1000 km de la costa peninsular española. De este hecho, y según Carballo, deviene la denominada “dictadura geográfica”, al ser el archipiélago:
Un espacio territorial perfectamente delimitado […] su territorio carece de los compromisos de la continuidad o contigüidad continental. Tanto al aislar como al unir, el mar océano identifica, crea un aparte […]. La entidad territorial así configurada no admite confusión ni alteración de linderos (1972: 11).
Efectivamente, se puede estar de acuerdo con la afirmación anterior, puesto que la realidad situacional y geológica es un hecho que difícilmente puede ser alterado de forma artificial. Por ejemplo, la isla como expresión geográfica es difícilmente maleable al ser un espacio limitado y cercado por el mar. No obstante, lo que se puede cuestionar es la relativa situación de la que gozan las mismas en el espacio cartográfico. Es decir, la ubicación geográfica que ha venido recibiendo el Archipiélago Canario en los distintos mapas una vez que se incorporan al Imperio castellano.