La elaboración cartográfica no es un proceso que esté exento de connotaciones subjetivas y políticas. Los mapas, en numerosas ocasiones, lejos de representar una realidad objetiva constituyen una construcción insuflada de intencionalidad que provoca que la realidad física se vea desvirtuada. El mapa geopolítico (o la cartografía geopolítica) busca reflejar un producto cartográfico dominante con carácter político y discursivo dirigido al beneficio de quienes lo elaboran. Como señalara Heffernan (2002: 208) “el mapa, al parecer, no solo refleja las circunstancias geopolíticas; si se crea cuidadosa e inteligentemente, el mapa también podrá ayudar a dar forma a estas condiciones”. Es decir, el mapa sirve tanto como espejo de las circunstancias como creador de las mismas o de otras diferentes.
Así, desde la aparición de las primeras representaciones cartográficas sujetas al objeto de ser instrumentos informativos y orientativos para los navegantes, se le añade la abstracción y la intencionalidad a la hora de elaborar los “mapas imagen”. Estos mantienen un carácter intangible, lo que les proporciona ser representaciones cosmológicas, políticas o religiosas (Montoya, 2007). Los primeros “mapas imagen” más destacados se ubican en el mundo griego clásico, donde existía una preocupación especial hacia los mismos. La obra helénica más importante es la de Ptolomeo, Geographia, donde aparecerá el primer conflicto cartográfico: la ubicación de los meridianos y paralelos como referentes para la medición que, posteriormente, serían modificados según conveniencia política (Piccolotto, 2004). Pero no sería hasta mucho tiempo después cuando la cartografía cobraría una creciente importancia. En el siglo XV, al calor de las expediciones marítimas llevadas a cabo por los imperios occidentales, los mapas desarrollaron nuevas técnicas y dimensiones, trasuntos de las nuevas dinámicas coloniales que se expandían por el mundo. Los imperios en su afán de colonizar y descubrir nuevas tierras elaboraron los “mapas coloniales”, caracterizados por una representación precisa de los territorios poseídos y por ser instrumentos de exaltación de poder respecto a los demás imperios competidores. Así pues, los mapas pasaban a ser instrumentos de propaganda llenos de intencionalidad. En consecuencia, es en este mismo momento cuando se establecería una relación estrecha entre la geografía y el imperialismo, elaborando un sistema mundo que giraría en torno a un área central (los países de occidente) y una periferia (el resto de territorios circundantes), en un claro reflejo de dominación y control formal y geográfico (Taylor and Colin, 2002).
Ahora bien, el imperialismo no sólo condicionó los contornos espaciales a través de la elaboración cartográfica sino, más bien, fue un elemento más de los muchos utilizados para el fin colonizador. Como argumenta Anderson en su ya célebre obra “imagined communities”:
El censo, el mapa, y el museo moldearon profundamente el modo en que el Estado colonial imaginó sus dominios: la naturaleza de los seres humanos que gobernaba, la geografía de sus dominios y la legitimidad de su linaje (1991: 228).
Cabe mencionar que según la teoría de Anderson la nación como comunidad política se caracteriza por su imaginación, es decir, por la imagen mental (limitada) que mantienen los miembros de la misma. Así, una comunidad se moldearía según la “imaginación” de quienes la integran y la construirían a partir de factores como la historia, la cultura, la lengua o las afinidades.
Por tanto, los imperios elaboraron sus imaginarios a través de la incorporación de todas aquellas actividades burocráticas, militares y sociales que se llevaban a cabo en los territorios coloniales, dando lugar a la explotación sistemática de la población autóctona bajo la confusión de unos “hábitos” que nada tenían que ver con su realidad. Uno de estos métodos se estableció a partir de los “mapas históricos”, intentando visualizar la supuestamente ancestral relación entre la colonia y la metrópoli y dando lugar a un discurso político-biográfico que buscaba impedir todo cuestionamiento imperial. Paralelamente, dada la necesidad de ubicar cartográficamente a las colonias, surgió el denominado “mapa logotipo” donde los territorios aparecían como piezas desubicadas en mapas profundamente ageográficos (en mayor medida posicionando a las colonias en contextos occidentales), con el fin de ilustrar todo tipo de enseres, objetos y propaganda. La consecuencia directa de este hecho fue la progresiva penetración de estos mapas en el imaginario social con repercusión en la identidad y sociabilización popular.
También la arqueología fue uso de herramienta política. Los colonos invertían en la reconstrucción (y construcción de facto) de los hallazgos históricos, incluyéndose éstos en la panfletería propagandística colonial en una combinación de exotismo oriental e interés por ideologizar a los autóctonos. En muchas ocasiones, la antropología se usó como mecanismo deslegitimador al considerar que los antepasados nada tenían que ver con los pobladores actuales. A su vez, se reforzaban nuevas legitimidades como la del Estado protector, garante de la defensa del patrimonio cultural y secular que proyectaba su grandeza exaltando los encantos de la tierra lejana, exótica y tropical. Para Anderson (1991), esto era precisamente lo que reflejaba el gran poderío del Imperio a través de la “logoización”, una banalización político-cultural donde ni siquiera a los propios gobernantes autóctonos les importaba su legado histórico local. En términos foucaultianos, el Estado colonial representaría un panóptico en el hecho de controlar y moldear las actitudes sin ser excesivos en la violencia, o dicho de forma lukacsiana, el poder colonial era algo genérico, difuso e institucional que se expandió de forma inconsciente a la población autóctona.
Las consecuencias derivadas de ese poder fáctico y “latente” dejaron huella en la configuración de las comunidades sociales coloniales y postcoloniales. Haciendo uso del concepto de “nacionalismo banal” propuesto por Billig (2014), lo que se produjo en las sociedades que pasaron por la logoización imperialista fue un proceso de olvido colectivo que dio lugar a un sentimiento identitario, más banal que otra cosa.
Cabe recordar que para Billig (ibid: 71), la existencia de las naciones consolidadas depende de la amnesia colectiva tanto del pasado como del presente. De esto último se desprende que los elementos cotidianos de la nación, como las banderas o los himnos, no constituyen configuraciones transcendentales en la creación identitaria nacional sino, más bien, elementos que pasan desapercibidos. Por tanto, existiría una rutinización simbólica de todo aquello que a priori sustentaría la base de la construcción nacional, repercutiendo así, en la cohesión de la comunidad tanto interna como externamente. Para Billig (ibid: 134), cuando la comunidad se vuelve banal “la comunidad imaginada deja de ser reproducida mediante actos de la imaginación. En las naciones consolidadas, la imaginación acaba inhabituada y, por tanto, inhibida”. Es decir, la comunidad deja de tener sentido para los ciudadanos en tanto que éstos no hacen el esfuerzo por imaginarla, quedando, por tanto, despojada de todo sentido. El rasgo místico de la nación queda en suspenso puesto que no existe congruencia cognitiva entre ésta y la población que la conforma. Por tanto, la identidad de grupo que sustenta toda comunidad se sustituye por un “particularismo” vacío de referencias espaciales, más bien orientado al mimetismo entre individuos.
El efecto inmediato de este hecho es el no reconocimiento de un “otro”. Al no existir el “nosotros” de buena tinta no podrá existir un “extranjero” o “foráneo” al cual se pueda contraponer el grupo.
Así las cosas, las comunidades coloniales se caracterizarían por la ausencia de ese “nosotros” particular, desinhibiendo la capacidad de crear una identidad nacional que se contraponga a un “otro”. Lo que creó el colonialismo fue una desestructuración del orden simbólico del colonizado incorporando estructuras que serían interiorizadas por éstos, y que les llevarían irremediablemente a un encierro acultural y ahistórico.