
El primer Podemos, que en gloria esté, tuvo entre sus muchos aciertos poner en circulación un término que conoció especial fortuna entre varios. Me refiero al de transversalidad, que se podría definir en el ámbito político como la capacidad de un grupo de trascender las fronteras ideológicas para ganar adeptos más allá de sus filas, centrando el interés, las propuestas, la actividad,… sobre todo en aquellas cuestiones de fondo que más unión pudieran concitar en el seno de la sociedad. Así, los aspectos ideológicos más «duros» pasarían a un segundo plano, jugando un papel más periférico no sólo en la conformación de la identidad del grupo en cuestión sino en la propia articulación del programa político. Se trata así de combatir aquellas visiones más cerradas, las cuales pueden acabar por convertirse más en la expresión de la identidad de un grupo que en un conjunto de ideas válido para ganar sectores amplios y, en última instancia, formar mayorías desde las cuales poner en marcha la transformación de la sociedad.
Es obvio que un concepto como el de transversalidad choca inmediatamente con aquellas personas o grupos más proclives a hacer de sus señas de identidad ideológicas -más bien sus habitualmente restrictivas interpretaciones de las mismas- la guía de toda su acción política. Aquellos colectivos más empeñados en hacer de dichas señas barreras para no relacionarse con sectores más amplios tendrían en la transversalidad otro enemigo más, muy conveniente para justificar su aislamiento, malos resultados, imposibilidad de trabar alianzas, etc. En algunos casos ni siquiera hablamos de cuestiones ideológicas sino más bien de filias y fobias personales, rencillas, etc. o de personas que están en el fondo más preocupadas por no ser criticadas por una supuesta «debilidad ideológica» que de transformar la sociedad, como quieren hacer creer. Sin embargo, hay que asumir que prácticamente todos los marcos ideológicos heredados del siglo XIX -pienso especial, aunque no exclusivamente, en la izquierda y en el nacionalismo- corren el riesgo de terminar por convertirse en auténticas prisiones para la autocomplacencia, donde los dogmas priman sobre los valores, los militantes sobre los ciudadanos y las siglas sobre la sociedad. Honestamente, no puedo imaginar un concepto más alejado de lo que debiera ser una política realista, combativa y transformadora.
Por otra parte, una defensa sensata y coherente de la transversalidad no debiera equivaler a una política sin ideas, sin dirección ideológica, impulsada únicamente por la voluntad de conseguir votantes a toda costa, a fuerza de decir una cosa y la contraria según convenga: una práctica del «todo vale», en la que «todo quepa» porque «no hay límites». La demoscopia es una herramienta fundamental para conocer la sociedad en la que se pretende intervenir pero no se puede convertir en fin último de la acción política y social tratar de agradar a las mayorías a cualquier precio. Una práctica política honesta y orientada a ganar mayorías exige un conjunto de valores bien asentados, que constituyan el núcleo duro que unifique al grupo y la guía de la acción política. El oportunismo y el chalaneo son tan detestables como inútil es construir un artificio ideológico de consumo propio. Son las peores consecuencias de este segundo enfoque contra las que busca luchar la transversalidad.
Como consecuencia de un razonamiento así, no es posible obviar la discusión acerca del instrumento adecuado para poner en acción una visión más transversal de la política. No está claro que una organización con un perfil muy acentuado de izquierdas tenga que ser obligatoriamente el mejor instrumento para poner en práctica un programa del que se beneficie toda la sociedad y no sólo aquellas personas que se identifiquen con la izquierda. Cuando uno piensa en cuestiones como la igualdad entre sexos, la soberanía alimentaria, la solidaridad, la justicia social, la educación pública, el desarrollo sostenible, un sistema sanitario universal, la calidad democrática, el autogobierno,… tampoco necesariamente se está hablando de ideas que deban ser patrimonio exclusivo de las izquierdas, por ejemplo. En algún caso, como las reivindicaciones de igualdad entre géneros o el desarrollo sostenible, ha habido que luchar también contra la izquierda en no pocas ocasiones para ver avances en esos terrenos.
¿No sería más deseable que ese conjunto de ideas fuera patrimonio de buena parte de la ciudadanía -como ocurre en algunos países- y no solamente de una determinada ideología, los partidos que dicen representarla, sus militantes,…? La escuela laica y republicana francesa no es exclusiva de las personas de izquierda como no lo son los niveles de igualdad laboral entre géneros en las sociedades escandinavas, la movilidad sostenible en tantos países europeos o la cultura de acogida al inmigrante en Canadá. Todas estos avances forman parte del acervo de ideas de sociedades por otro lado muy plurales y heterogéneas. Pienso que en una sociedad desarrollada, como lo es en tantos aspectos la canaria, deberíamos aspirar a que un catálogo de ideas tan positivo forme parte de la cultura política del país, algo que no esté en juego en cada convocatoria electoral. Y, para este objetivo, incrementar los niveles de transversalidad que presenta el actual panorama político sería, como mínimo, aconsejable.