La autoproclamación del presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Juan Guaidó, como presidente del país, alegando —según el art. 233 de la constitución bolivariana— la ocupación ilegal del cargo por Maduro, ha abierto el escenario definitivo de un golpe de estado del imperialismo estadounidense y de los sectores de la oposición venezolana que lo apoyan.
No es el primero. Ahí están los antecedentes de 2002 y 2004, cuyo desarrollo conspirativo y entramado jurídico-político son ampliamente conocidos. También en este caso, y para sortear las disposiciones antigolpistas de la OEA, este golpe ha ido acompañado de un entramado jurídico político a partir de la victoria de la oposición en las elecciones legislativas de diciembre de 2015. Sus argumentos centrales son el carácter anticonstitucional de la composición de la Asamblea Nacional Constituyente (no así su convocatoria), el vaciado de funciones de la Asamblea Nacional, la renovación irregular del Tribunal Superior de Justicia y del Consejo Electoral Nacional y, finalmente, el no reconocimiento de las elecciones presidenciales de mayo de 2018, por las limitaciones impuestas a la participación de la oposición.
Las acusaciones de violación de la Constitución Bolivariana de 1999 por parte de la oposición también son reales y se concentran en las irregularidades denunciadas en la elección de tres diputados de la Amazonía, sin los cuales la Asamblea Nacional carece de los dos tercios necesarios para renovar otros órganos de poder.
En este pulso por la legalidad constitucional bolivariana, lo cierto es que tanto el gobierno Maduro como los sectores de la oposición que conformaron en su día el Frente Opositor 16 de Julio (reclamando la legitimidad del referéndum opositor) han violado el texto en el que quieren arroparse. Del pulso legal se ha pasado a una dualidad de poder legislativo y de este a un escenario de golpe de estado impulsado por la Administración Trump, que puede concluir en una confrontación que acabe con lo que queda de una república exhausta por la crisis social, un extractivismo económico en bancarrota, la corrupción y unas sanciones cuyo propósito es hambrear a la población para obligarla a rebelarse y aceptar la “liberación” del imperialismo.
Efectivamente, como ha señalado el presidente del gobierno español Pedro Sánchez, Maduro no es la izquierda, aunque viniendo de él, y visto lo visto, sea un sarcasmo. Desde hace más de tres años, Sin Permiso ha publicado cerca de 200 textos de autores y autoras venezolanos y latinoamericanos de izquierda (que se pueden consultar en nuestros archivos), analizando las políticas sociales y económicas del gobierno Maduro y anteriormente de Chávez. Lejos del “golpe de timón” exigido por el entonces agonizante Hugo Chávez, la República Bolivariana representa hoy los intereses de la llamada “boliburguesía”, que no ha dudado en hipotecar el patrimonio de la nación para sobrevivir a costa de créditos rusos y chinos. La crisis económica venezolana no es de hace cuatro días. En marzo de 2013, Sin Permiso publicaba un artículo en donde podía leerse que Venezuela tenía entonces “una situación económica extremadamente preocupante y una situación social sensiblemente mejorada”. Seis años después, la situación social también es “extremadamente preocupante”. Y no todo es responsabilidad del imperialismo.
Pero Guaidó, lejos de representar al pueblo venezolano, es un peón del proyecto de golpe de estado preparado en Washington por los Bolton y los Abrams, fantasmas de los cambios imperialistas de régimen de las últimas tres décadas, ahora convocados por la administración Trump. El saqueo del monopolio estatal del petróleo venezolano es el botín al que aspiran, aunque sea a costa de incendiar a toda la región. Saben perfectamente que la cuestión clave es la actitud de las fuerzas armadas bolivarianas, un elemento central del propio régimen, cuya capacidad operativa impide por el momento una intervención militar imperialista.
Así que el pulso, como estamos viendo estos días, se juega en la calle, a golpe de manifestaciones masivas convocadas por el gobierno y la oposición golpista, acentuando la crisis económica y social y la huida emigratoria, mientras se cierra el cerco diplomático y se refuerzan las sanciones, en una escalada de la tensión. Cualquier pretensión de legalidad constitucional de la oposición golpista es mera comedia. El art. 233 busca ante todo conferir legalidad al poder de facto republicano ante el secuestro o asesinato del presidente y para ello exige al presidente de la Asamblea Nacional, asumido el poder, convocar elecciones en treinta días. ¿Dónde quedará el discurso de la legalidad constitucional de Guaidó el próximo 23 de febrero cuando no sea así?
Pero como bien ha explicado él mismo, no se trata de eso, sino de derrocar primero a Maduro, gobernar transitoriamente y solo después convocar elecciones. Fuera de la Constitución Bolivariana de 1999. Por su parte, el gobierno Maduro ofrece convocar elecciones legislativas, pero no presidenciales, apoyándose en sus triunfos electorales municipales y regionales de 2017 y en una abstención que afecta más a quienes se pueden permitir emigrar del país que a los que no tienen más remedio que quedarse.
En este escenario, la defensa de la Revolución nacional democrática bolivariana —a la que tan mal servicio ha prestado el gobierno Maduro— pasa por la reafirmación del marco constitucional de 1999, que recoge sus conquistas sociales y garantiza la propiedad estatal de su patrimonio petrolero y minero. El objetivo del golpe de estado imperialista, ahora como antes, es acabar con ella. La primera tarea frente al imperialismo es defenderla.
Pero igualmente imprescindible es llevar a cabo el “golpe de timón” que pidió Hugo Chávez y que el gobierno Maduro no solo ha sido incapaz de dar, sino que es un obstáculo para el mismo. Reconstruir la legitimidad popular de la Revolución Bolivariana exige un cambio de orientación que arrincone los intereses de la “boliburguesía”. Para ello es indispensable la defensa sin concesiones de los intereses populares y la resistencia al intento de golpe de estado. Ambos objetivos no solo no son contradictorios, sino complementarios. Lo que significa no callarse ante las actuaciones que el régimen de Maduro hace mal entorpeciendo precisamente la defensa de lo que queda de la revolución. Mal le pese a una izquierda determinada para la cual cualquier crítica a este régimen es “traición” y “apoyo al imperialismo y a la reacción”. Una izquierda cuyo lema bien podría ser, como dejamos apuntado en un editorial firmado con Antoni Domènech hace cuatro años: «No molesten al conductor«.
La actual situación de dualidad de poder, de pulso político en la calle, no durará mucho. Solo la amenaza de la desestabilización regional, con el desbordamiento de la crisis económica y social venezolana a los países vecinos, podría abrir espacio a un proceso de mediación —como el propuesto por México y Uruguay— para que Naciones Unidas garantizase la celebración a corto plazo de elecciones legislativas y presidenciales que permitiesen la reconstrucción de la legitimidad republicana de la Constitución de 1999.
Pero la mayoría de los gobiernos neoliberales de América Latina y la Unión Europea se han alineado con el golpe de estado diseñado por la Administración Trump. Maduro no será de izquierdas, pero parece difícil justificar que plegarse a sus presiones, como lo ha hecho Pedro Sánchez de la humillante manera revelada por El País, lo sea. O que la participación de Voluntad Popular —la organización de derecha extrema a la que pertenecen Leopoldo López y Juan Guaidó— en las reuniones de la Internacional Socialista, convertida en una caricatura de si misma, la transformen de pronto en una organización progresista. Oponerse al apoyo al golpe de estado imperialista es también una tarea defensiva contra el giro reaccionario de los populismos de derechas, se llamen Trump, Bolsonaro, Orbán, Casado o Rivera.
* Es un Editorial de Sin Permiso. Está elaborado por María Julia Bertomeu, Gustavo Buster y Daniel Raventós, todos miembros del Comité de Redacción del medio. Está compartido bajo Licencia Creative Commons.