Inventamos el lenguaje para evolucionar, para construir, para permitirnos sentir y dibujar el mundo. El lenguaje, eso que nos diferencia de los animales, aunque a veces bien nos valdría parecernos más a ellos. En eso reside su fuerza, en eso reside su importancia, las palabras lanzadas al aire o escritas sobre papel, piedra, papiro, pergamino o piel, nunca son baladí, nunca son inofensivas. Utilizamos una y no otra porque queremos decirlo así y no de otra manera.
El lenguaje, la ciencia más denostada de todas. La ciencia sobre la que cualquier persona, por el simple hecho de hablar, tiene una opinión que cree irrefutable. Pero el lenguaje es mucho más complejo, le debemos respeto, quizás más que a otras ciencias, puesto que es gracias a él que podemos formular, expresar, disertar, diseñar, explicar… cualquier otra cosa.
En estos siete volcanes sobre el mar somos especialistas en utilizar el lenguaje de la peor manera: para desprestigiarnos. He conocido pocos pueblos en el mundo con semejante capacidad autodestructiva, con una mezcla de vergüenza y rabia sobre nosotros mismos, somos capaces de decirnos lo peor, quizás porque nadie antes nos ha enseñado a querernos. Tal vez Frantz Fanon tenga algo que decirnos al respecto. Y otra vez: palabras, palabras, palabras.
Mis ancestros como, muy seguramente, la mayoría de los de ustedes, fueron campesinos y/o cabreros. Y lo continuaron siendo hasta hace bien poco, cuando, de repente, nos olvidamos de dónde veníamos y comenzamos a usar ropa O’neill y escuchar a Nirvana. Yo entre ellos. Y no digo que eso esté mal, ni muchísimo menos. Lo que está mal es olvidar. Está mal olvidar y renunciar. Está mal olvidar y denigrar.
Los guanches supervivientes después de la Conquista fueron obligados a renunciar a sus costumbres y su lengua, fueron rebautizados con nombres cristianos y sometidos a la voluntad de los reyes castellanos.
Otros, los Alzados, continuaron practicando en secreto, a escondidas, sus creencias y formas de vida. Adoraban al Sol (magec). Como en tantas otras culturas indígenas, la religión estaba conectada directamente con la Naturaleza. Agradeciendo y pidiendo.
«Ahí están esos adoradores de Magec, ahí están esos magos…».
Mago. La palabra más bella de cuantas conozco. Adorador del Sol. Mago me conecta con la naturaleza, mago me conecta con mi pasado y con todos los que antes que yo fueron. Por eso cada vez que oigo: “magomierda”, o mago a solas, pero utilizado con desprecio, como un insulto, se me da un vuelco el corazón.
Magos somos todos los canarios, menos los hijos de los caciques, por motivos obvios. Magos somos todos los hijos de campesinos explotados, de cabreros sacrificados en las cumbres de todas y cada una de nuestras Islas. Magos son los que nos han hecho llegar hasta aquí.
Piénsalo bien la próxima vez que quieras decirlo. Piensa si, en lugar de intentar denostarlos, deberías rendir un respeto a los dignos hijos del Sol.