A veces los sueños nos ayudan a cerrar episodios que en la vida real quedaron abiertos. Nos ayudan con una justicia no ejecutada o con un anhelo irrealizado.
Anoche soñé con Cecilia, mi abuela. Mi abuela paterna. Tan mayor y tan gastada por la campesina vida de mujer de principios del Siglo XX cuando yo apenas empezaba a ser, que casi no la recuerdo.
Tengo memorias fragmentadas y diluidas con el tiempo, tengo memorias de otros, que han compartido conmigo, tengo conversaciones, lo que oyes, lo que conservas… lo que, en definitiva, construyes.
Me viene vagamente a la mente el sonido fuerte de su voz agrietada, profundamente racial, su rostro bronceado sembrado de arrugas uniformes, alineadas y grandes. Rostro hendido de maresía y montaña, dicotomía de su vida entera. Y sus ojos potentes, verdes de brezo, como dos luceros inquisidores.
Anoche, pese a su fama de dura, como la cordillera tras la que vivió, fue amable conmigo, sonreía. Hablamos mucho. Ella agradecía de viva voz. Yo también, pero en silencio, mientras recogía pacientemente todos los atarecos que tenía acumulados en su casa. Era ayer y hoy. Ayer porque ella estaba viva, hoy porque yo sabía lo que entonces no.
Fue un sueño apacible, de reencuentro. De re-conocimiento. De charquitos y burgados en las costas de Anaga, de hojas de palma trenzadas que hacen sombreros, de morena frita y papas bonitas, de historias de brujas en El Bailadero y cumbres escarchadas al alba.
Yo sabía que ella iba a morir. Ella sabía que estaba muerta. Pero el sueño nos construyó esta oportunidad que nunca tuvimos mientras las dos estuvimos en el mismo lado.
Y, aunque sea esa magia onírica, que sabemos que es mentira, y que se irá desvaneciendo con el transcurso de las horas después de despertarnos (por eso lo escribo), ha sido un bonito regalo.
A la memoria de Cecilia Crespo Hernández (Taganana, 1 de agosto de 1911- Santa Cruz de Tenerife, 28 de septiembre de 1992) y de tantas mujeres que, como ella, nos han hecho estar aquí.