Estos días se celebra en Madrid, ciudad en la que resido, la Feria Internacional de Turismo, más conocida como FITUR. Al margen de la huelga de taxistas y todo el revuelo mediático, hay una idea que llevo varias semanas rumiando. Una duda recurrente que el pasado fin de semana, al pasar por el recinto ferial donde se va a celebrar (IFEMA), me volvió a rondar: ¿existe una forma sana de hacer turismo?
Hay tres actividades que casi todos hemos puesto como aficiones en nuestras redes sociales: el cine, la música y viajar. A todos nos gusta visitar nuevas ciudades o países, alojarnos en hoteles o apartamentos donde no tengamos que preocuparnos de nada y volvernos con gigas y gigas de fotos y vídeos para enseñar a nuestros amigos y familiares, si es que ya no las han visto antes en nuestro diario online edulcorado (Instagram).
Desde hace dos o tres años empezó a surgir un pensamiento disidente hacia las bondades del turismo como sector económico principal. Tachados de “turismófobos”, muchos ciudadanos de diferentes lugares advirtieron de las consecuencias negativas del turismo de masas: el éxodo de la población local a las afueras de la ciudad por no poder pagar un alquiler debido al aumento del alquiler vacacional en detrimento del residencial, la caricaturización de lo autóctono como producto de consumo, el ruido y la contaminación derivadas del turismo, etc.
En Canarias, donde la diversificación económica es prácticamente nula, la desconfianza hacia este Ave Fénix se vuelve aún más acuciante. A nuestras islas vinieron de turismo en 2018 unos 12,5 millones de extranjeros dejando más de 15.000 millones de euros. Con estas cifras, y siendo el quinto destino más elegido de España por los turistas, cabría pensar que a los canarios no nos falta el trabajo y que aquellos que trabajan en hostelería y turismo viven por las nubes. Y nada más lejos de la realidad.
No soy un detractor del turismo, ni de viajar. Sin embargo, mi dilema personal no es tanto cómo atajar el turismo como factor invasivo, que también. Lo que me preocupa es cómo disfrutar de las bondades sin invadir a mis vecinos.
En una época donde el paradigma es la ligereza (como los microchips, las modas exprés o la nanomedicina), el avión se alza como estandarte de lo moderno y el viajar se ha convertido en un producto de consumo y en un diferenciador de clase. Es decir, ya no hace falta tener un cochazo o un casoplón para vacilar. Ahora basta con pegarse un par de viajes a países exóticos de los que, en muchas ocasiones, ni conocías la capital o cuál era el idioma local antes de viajar.
Las aerolíneas lowcost marcan sus precios y, con ellos, los destinos a los que debes ir. Muchos viajan por la simple razón de que el vuelo es barato. Muestra de ello es que cientos de miles de personas visitan Madrid en agosto. Madrid. En agosto. 40 grados. Una ciudad de la que precisamente los mismos madrileños se marchan en cuanto pueden para ir a la costa.
La industria del turismo, con eventos como FITUR, te vende destinos exóticos y paradisíacos en los que vivirás experiencias trascendentales que cambiarán tu vida: descubrirás tradiciones genuinas, te acercarás a culturas diferentes, conocerás a gente local fascinante, disfrutarás de paisajes impresionantes y, con un poco de suerte, aprehenderás el sentido de la vida.
Muy a tu pesar, y sin pretender aguarte las vacaciones, seguramente pasará algo así: dormirás en un hotel o AirBnB en el que desayunarás lo mismo que desayunabas en casa, te comunicarás en inglés con el conserje del hotel o con algún camarero, que se esforzará por sonreír para conseguir algo de propina, te intentarás abrir paso entre una marea de palos de selfie para conseguir una foto de aquel paisaje impresionante que salía en la foto, pero lleno de basura, y te volverás a casa sin saber quién era ese señor al que le hicieron una estatua en la plaza central.
Y es que como viajeros suponemos un dilema ético y moral a varios niveles. Por ejemplo, al coger un vuelo contaminamos mucho más, aumentando nuestra huella de carbono. Según la Agencia Europea de Medio Ambiente, un avión emite 4 veces más emisiones de dióxido de carbono que una guagua y 20 veces más que un tren o metro.
Cuando viajamos masivamente estamos modificando la economía local y contribuyendo a que el país se amolde a nuestro idioma, a nuestras tradiciones y a nuestros intereses. También influimos en el paisaje y en la diversidad de flora y fauna.
Esto me hace pensar en la necesidad de replantearnos nuestra responsabilidad como turistas y como consumidores. Porque, al fin y al cabo, eso es lo que somos cuando viajamos, y lo que pretende la industria que hagamos más a menudo. Pero consumir turismo de forma compulsiva, como hacemos con series y películas, puede traer consecuencias devastadoras.
En casos extremos, el turismo de masas ha propiciado la destrucción de arrecifes de corales en Tailandia, forzando a cerrar playas al público, o puesto en riesgo la pervivencia de una de las maravillas del mundo: el Machu Picchu.
¿Qué hacer frente a este conflicto? Algunos, como el filósofo Santiago Alba Rico defienden adherirse al Protocolo de Quieto, secundado por el escritor Juan Manuel de Prada. La amplia mayoría de consumidores turísticos tienen una vida rutinaria durante 11 meses, sin implicarse ni comprometerse con nada, viendo pasar los días, para irse a miles de kilómetros durante sus vacaciones buscando alcanzar el nirvana.
Después de escribir estas líneas, no solo no tengo la respuesta, sino que me surgen más dudas: ¿existirá un término medio aristotélico en la forma de viajar? ¿Estamos haciendo turismo por encima de nuestras posibilidades? ¿Hay una forma de visitar otras ciudades y otros países sin contribuir a la destrucción su hábitat y su cultura?
Por último, quiero pensar que hay una posible solución: mirar alrededor y comprometerte con tu comunidad. Aquí también descubrirás tradiciones genuinas, te acercarás a culturas diferentes, conocerás a gente local fascinante, disfrutarás de paisajes impresionantes y, con un poco de suerte, aprehenderás el sentido de la vida.