Ha pasado el tiempo necesario para que sea posible una investigación suficientemente distanciada, sin que sea por ello distante. Una averiguación en la que los recuerdos aún están vivos, pero pueden ser separados de sus gangas de parcialidad y resentimiento. Y también de los ardores sectarios y miopes de unos pocos (aunque decisivos), que tantas veces pusieron a UPC contra las cuerdas.
Enrique Bethencourt vive y ha vivido Las Palmas de Gran Canaria —la ciudad que trató de gobernar UPC en 1979— desde dentro. No en vano mira desde ella a todos los municipios e Islas, a todo el Archipiélago. Y también mira a la gran urbe desde fuera. Desde Madrid (en cuyas Cortes Generales estaba el recordado Fernando Sagaseta, por ejemplo), desde Tenerife (en cuyo Cabildo estaba yo mismo, sin ir más lejos) o desde las Islas restantes. Y asimismo mira a Las Palmas desde todos los municipios de la Isla redonda, que la circundan como si fuese un sortija rematada en dirección noreste. En Las Palmas de Gran Canaria se vivió durante aquellos años una convulsa historia, que —trascendiendo a sus protagonistas— ha afectado y sugestionado durante lustros a toda la política del Archipiélago, diría que hasta el 2015, momento en el que parece haberse iniciado un titubeante nuevo ciclo.
Es una contribución a la memoria histórica canaria de sumo valor. A partir de ahora ya no se podrá hablar de UPC de cualquier manera, sin faltar al rigor y la verdad, sin tener en cuenta la información que —con sus luces y sus sombras— nos ofrece Bethencourt. Porque ha habido un antes, difuso y confuso, fragmentario y parcial, y habrá un después, con su mirada global y concreta, con su perspectiva y su interpretación.
Fueron muchas las incompetencias y miserias, las renuncias y dejaciones políticas a las que se tuvo que enfrentar UPC en solitario y que luego han sido, poco a poco, ocultadas bajo una alfombra embaucadora. Por ejemplo, sin ir más lejos, la imposición estatutaria de una autonomía de segunda división, que nos vendieron como óptima e inapelable, sin que apenas hubiese exigencias desde Canarias, ni tampoco discusión del traje que el Madrid metropolitano nos cortó y confeccionó a su medida, como camisa de fuerza (aunque con algunos adornos embellecedores).
Más que un libro de tesis, las páginas que los lectores y lectoras tendrán en sus manos son un conjunto de informaciones y descripciones, de puntos de vistas entrecruzados —contrapuestos, incluso— de los actores de aquel tiempo, también de explicaciones e interpretaciones, que tratan —sin censuras ni recriminaciones— de presentar una realidad diseccionada de modo que quien se sumerja en sus lances pueda hacerse una idea por sí mismo de la Canarias que salía de la dictadura, sin apenas mimbres para iluminar el camino. Escasa cultura política, débiles convicciones democráticas, desconocimiento del arte de gestionar para la gente, miedo cerval al pueblo, etcétera. La lista de carencias era enorme.
UPC fue la mayor experiencia participativa de la historia política de Canarias, sin embargo. Solo había que ver aquellas campañas electorales que arrasaron, el entusiasmo desbordante que suscitaron, la colaboración encontrada por cualquier esquina y el continuado interés que infundió en muchísima gente, los auténticos protagonistas de aquella pleamar (en la que para mí el puñado de personas que entramos en las listas no fue ni mucho menos lo más relevante ni lo más acertado que hubo, como se vio al poco tiempo cuando se empezó a comprobar que había demasiados personalismos, a veces acomodaticios incluso).
No era fácil plasmar los claroscuros de entonces. Porque, en efecto, como Enrique Bethencourt ha escrito: “La UPC fue una esperanza que recogía los anhelos de mucha gente. Aspiraciones de libertad, de mejora de las condiciones de vida, de defensa de la mejora de unos claramente insuficientes servicios públicos, de capacidad de organizar las políticas desde Canarias y para Canarias, de reconocimiento de la identidad y de la dignidad de un pueblo…”. Aunque eran: “Deseos que, en buena medida, no pudo o no supo canalizar. Por las debilidades propias y por las fortalezas ajenas de quienes consideraban a la organización un verdadero peligro para la estabilidad democrática y hasta para la permanencia de Canarias en el Estado español”.
Canarias entró en el siglo XX como una “nacionalidad colonial” e inició la transición (de la dictadura franquista a la democracia suarista) como una “cuestión de Estado”. Por razones estructurales (geográficas, históricas, económicas, culturales…) y por razones coyunturales (retraso social, crisis económica, abandono del Sahara, repliegue de la Legión, conflicto pesquero…). Y en vez de abrir una negociación entre la Canarias-nación y la España-Estado para establecer un específico estatuto político-jurídico y económico-fiscal abordando la cuestión de frente (como, con más conciencia nacional y fuerza política, hicieron vascos y catalanes), recibimos una respuesta como si fuésemos poco menos que regiones españolas del estilo de Murcia o Extremadura, por ejemplo, con la tentación añadida de instalar en las Islas un gran base militar USA o de la OTAN, para la vigilancia geopolítica de la vida interna del Archipiélago y de todo el pasillo sahariano.
En ese contexto, solo el programa de UPC, como recuerda oportunamente Enrique Bethencourt, estaba orientado a plantear las necesidades político-estratégicas de la institucionalización de Canarias, junto a las urgencias socio-económicas para aliviar nuestro subdesarrollo y la conciencia identitario-nacional como pueblo caracterizado por una insularidad irreductible pero armonizable. Todas las demás opciones políticas con probabilidades de entrar en las instituciones habían empezado tiempo atrás a rebajar sus exigencias y a claudicar vergonzantemente ante el Estado español.
Todavía vemos hoy la dificultad de tirios y troyanos para distinguir la realista aceptación del marco político-jurídico en el que se está (que es una realidad de mera descentralización autonómica) con la crítica de lo negativo de ese marco (desde una alternativa soberanista de democracia autocentrada). Unos quieren una soberanía unionista absoluta y otros le oponen una soberanía separacionista absoluta. Y a ambos les falta practicar la democracia participativa y garantizar el ejercicio garantista de los derechos, entre los que se encuentra el de autodeterminación nacional. Ya antes de los ochenta del siglo pasado, UPC supo evitar el enredarse en esos exclusivismos y reivindicó una soberanía democrática para Canarias, sabiendo que significaba derecho a decidir desde el pluralismo, la inclusión y la interdependencia. Por eso su inmediato reconocimiento y su extraordinario logro.
De ahí que UPC demandase —como uno sigue demandando cuarenta años después desde las páginas de Tamaimos— la “apertura de un proceso constituyente que tenga por objetivos el irrenunciable derecho al ejercicio de la autodeterminación del pueblo canario”, así como la “organización y movilización del pueblo canario en orden a la creación de auténticos órganos de poder popular (…) de la plena soberanía popular”, lo que incluía el “rechazo del proceso autonómico” (que por entonces se estaba instaurando en una penosa imposición a espaldas de las sociedad canaria).
Y que demandase un desarrollo económico equilibrado de Canarias, evitando la monopolización de los circuitos comerciales (monopolización de la que ya sabíamos mucho y mucho hemos tenido que conocer desde entonces). En fin, se exigía ya una política exterior de paz, además de la neutralidad del Archipiélago, el rechazo al ingreso en la OTAN, el reconocimiento de la RASD, la retirada de la Legión y la extensión de las aguas jurisdiccionales a 200 millas.
El “sueño roto” de UPC ha resultado —qué duda cabe— una tragedia para Canarias. Tras ella casi no quedó más que tierra quemada, en buena parte responsabilidad de su mutante cúpula, que incumplió su promesa democratizadora y emancipadora, falta de perspectiva histórica en la práctica cotidiana y sobrada de insensato sectarismo en querellas artificiales las más de las veces. Hasta el momento, las imitaciones de aquella llamarada social y política han carecido de lo principal: del coraje que tuvo UPC inicialmente para ir a las raíces del problema nacional canario, sin componendas con la subordinada casta oligárquica canaria y con la cordura de defender un programa amplio, pluralista e inclusivo, un programa democrático y autodeterminista que rompiese con la subalternidad que durante siglos le ha sido impuesta a la sociedad isleña.