Vi en la distancia un grupito que iba creciendo por momentos y en seguida fijé la mirada. Los turistas merodeábamos los alrededores del Parlamento y en Ottawa un delicioso sol de tarde veraniega se negaba a abandonarnos, dando tonos dorados al río donde los veleros competían. Ondeaba aquella gente banderas francesas con una estrella amarilla sobre el color azul. No era, claramente, la bandera quebequesa, con sus inequívocas flores de lis, por más que bastara cruzar el río para adentrarnos en la provincia francófona. Aquello tenía algo de celebración, más que de protesta y no pude evitar acercarme. Hombres, mujeres, niños, familias enteras,… hablaban un dialecto del francés, hacían sonar matracas y pitos, llevaban gorros y camisetas alusivas donde finalmente pude leer la información que tanto andaba buscando: eran acadianos.
La Acadia es un territorio histórico que hoy es ocupado por varias provincias canadienses atlánticas, en un indisimulado intento de romper cualquier vestigio de continuidad con el pasado. La división territorial y la invención de fronteras es un viejo mecanismo empleado por los nacionalismos estatales de todo tipo. El caso del Ulster es paradigmático. Subsiste esta etnia francófona, casi como una reliquia, tras numerosas vicisitudes, siendo la más relevante la limpieza étnica llevada a cabo por los anglófonos en 1755, al negarse a someterse a la corona inglesa. Me acerqué discretamente al grupo y por fin me animé a preguntarles por el motivo de su reunión. Celebraban su día nacional. Finalmente, la alegre comitiva se puso en marcha y allí quedé yo, con la magua de no poder unirme a la fiesta.
Tenía ganas de decirles que sabía de su desgracia. Que había leído hacía tiempo acerca de su exilio forzoso, de cómo muchas familias fueron expulsadas de su país y tuvieron que asentarse en tierra extraña, en la entonces Luisiana francesa, pero que conservaron hasta hoy su lengua en su variante cajun. Quise decirles que su historia me era familiar, que también familias enteras de mi país fueron obligadas a instalarse en aquella tierra inhóspita, contadas y recontadas como cabezas de ganado por cada cien toneladas y que compartieron avatares con los acadianos. Que hubo una época en que en la Luisiana, canarios y cajun eran vecinos. Quise decirles, en fin, que las Islas Canarias conocieron el tributo de sangre y que los pueblos que son trasplantados, renacen y reviven, pues nunca se arranca la raíz del todo, por más que quede la herida.