Todos los análisis sobre lo que hoy ocurre en Nicaragua ponen la fecha del 18 de abril como la del inicio de las protestas. Es seguro que esto no es verdadero y que las contradicciones y tensiones se venían acumulando desde mucho antes, pero acordemos y mantengamos la fecha por tener una referencia temporal. Esta será para unos la fecha en la que el pueblo se cansó de medidas como las que la reforma del sistema de pensiones pretendía con la imposición de nuevas cotizaciones al mismo tiempo que reducía las prestaciones; unas medidas que ahondaban en detrimento de las condiciones de vida de las grandes mayorías del país. Por el contrario, para otros será la fecha en la que utilizando como excusa esas mismas medidas, se ponía en marcha un amplio plan orquestado por la derecha local e internacional y que, con el apoyo de los Estados Unidos, pretendería acabar con el gobierno encabezado por Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Y esa disyuntiva en el calendario ha descolocado a las derechas e izquierdas del mundo. Las primeras con un interesado silencio respecto a lo que está ocurriendo realmente en ese país centroamericano. Interesado pero que no se acompaña de una acción contundente pues el neoliberalismo no sabe tampoco exactamente cómo colocarse ante esta situación. No hay un apoyo expreso, no hay páginas, portadas ni tiempos largos en las televisiones o radios. Nicaragua no es Venezuela, no tiene su importancia geoestratégica ni su riqueza en recursos naturales, por lo que parece que no hay tanto en juego. Pero, posiblemente, esa desubicación política responde más a que la derecha mediática y política no termina de entender lo que ocurre y no tienen un interlocutor claro y manipulable para hacerse cargo del gobierno en caso de que la pareja presidencial actual terminase retirándose del mismo. A ello se suma el hecho de que para la derecha económica transnacional Nicaragua tampoco supone hoy un espacio de especial interés.
Por otra parte, la izquierda, una vez más (y van…), se siente descolocada. Se divide entre aquella afín a la socialdemocracia y sin capacidad (ni interés) de análisis profundo de la geopolítica en un espacio continental que no guarda mayor interés para ella, y aquella más ortodoxa que cree con los ojos cerrados al actual gobierno nicaragüense. Ésta última siente permanentemente el halo del imperialismo en todas y cada uno de las actuaciones en las que está en peligro un gobierno, real o pretendidamente, progresista. Y quizás precisamente esto último sea dar más poder a ese imperialismo del que realmente tiene. Es la famosa llamada al cierre de filas ante el ataque externo que no nos permite ver ni afrontar las contradicciones internas de los procesos de transformación; o que, aún reconociéndolos, se ofrendan en aras de la unidad y de la lucha antiimperialista.
Además, reconozcámoslo, Nicaragua nos duele de forma un tanto especial. Gran parte de la izquierda vasca, española, europea y americana creció con los anhelos que en su momento representó la revolución sandinista. Con esos años mágicos en los que el levantamiento de la gran mayoría del pueblo nicaragüense, de la mano del Frente Sandinista, protagonizó uno de los momentos más épicos de las últimas décadas del continente latinoamericano.
Primero por el logro que supuso esa rebelión popular que consiguió la expulsión del dictador Anastasio Somoza; después por la resistencia de esa revolución, de ese pequeño país centroamericano, frente a la primera potencia del mundo que utilizó todas sus armas, legales e ilegales, para acabar con ella.
La revolución sandinista supuso una nueva esperanza para la región y para todo el continente: era posible revertir décadas de dominación y abrir nuevos procesos de justicia social y democracia verdadera. Sin embargo, el Frente Sandinista perdió la elecciones de 1990 en medio de un país agotado por la guerra y el empobrecimiento al que ésta le arrastraba; pero el espíritu y esperanzas de un retorno de las condiciones y posibilidades ahora perdidas permanecieron en la conciencia del pueblo de Nicaragua y de la solidaridad internacional. Por eso, la victoria electoral de Daniel Ortega en 2006 renovó las esperanzas de transformaciones profundas en las condiciones de vida de esa golpeada población de Nicaragua. Volvía el Frente Sandinista y volvía en unos años de renovadas esperanzas no solo para ese país, sino para todo el continente. Los gobiernos populares y progresistas se extendían e iniciaban una batalla posible por superar el neoliberalismo implantado durante las dos últimas décadas; neoliberalismo que se visibilizaba claramente en la denominación de esos años como las “décadas perdidas” de América Latina por la enorme desigualdad y el empobrecimiento que éstas habían supuesto para este continente.
Pero pronto empezaron algunos movimientos sociales, como el feminista y otros, a plantear que había una deriva del gobierno hacia posiciones poco revolucionarias, poco transformadoras. El acercamiento y establecimiento permanente de acuerdos con el empresariado y con la jerarquía católica no eran buenas señales, cuando precisamente estos habían sido los actores que más conspiraron en su momento contra la revolución y que, posteriormente, sostuvieron la implantación del neoliberalismo durante los 16 años siguientes (1990-2006). Pero Daniel Ortega y su gobierno seguían saliendo en las fotos al lado de otros líderes populares latinoamericanos y jugaban, se puede decir así, quizás con dos barajas, que le han asegurado su permanencia en el poder los últimos doce años.
Hay que reconocer que la pareja presidencial (Ortega – Murillo) ha sabido manejarse entre dos aguas de una forma muy hábil. Así, ha implementado medidas económicas y políticas neoliberales, muy poco revolucionarias, de la mano de organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o a través de la firma de Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos, Taiwán o la Unión Europea. Y al mismo tiempo acomodó gran parte del ideario del sandinismo a su discurso para mantener el apoyo popular y el de los gobiernos progresistas de la región, mientras perdía los apoyos de mujeres y hombres históricos de la revolución e invisibilizaba la crítica social y política que empezaba a tomar fuerza y consistencia.
Sin embargo, la realidad hoy nos muestra la crudeza de un gobierno que actúa contra su propio pueblo, contra ese al que dice defender pero que hoy protesta en las calles ante las contradicciones y tensiones que el sistema patrimonialista que ha ido implantando Ortega y Murillo han generado.
Desde luego hay mucha literatura, mucha crónica interesada en colocar al actual gobierno como genocida, no lo es, aunque sí extremadamente represor; o al empresariado y a la jerarquía de la iglesia católica como los dos actores del país más preocupados por las condiciones de vida del pueblo. Tampoco lo son, sino que siguen actuando primando sus intereses económicos e ideológicos. Como siempre, multitud de intereses hipócritas e interesados que esperan, como aves carroñeras, obtener réditos de esta dura situación, posicionarse en el mejor lugar cara a los posibles nuevos escenarios. Y en esa situación un tanto paranoica una parte importante de la izquierda europea y latinoamericana sigue sin saber ubicarse, perdiendo una nueva oportunidad histórica de estar al lado del pueblo, aún y cuando consideremos que éste pudiera estar equivocado; tal y como ya señalan algunos autores, demostrando así una importante desconexión con la realidad.
Al fin y al cabo éste debe de ser siempre el lugar de la izquierda, en el interior social. Lo que seguro no es de izquierdas estar más cerca de quienes usan paramilitares y armas de grueso calibre para reprimir las protestas sociales ante la implantación de sucesivas medidas neoliberales que operan en detrimento de las condiciones de vida de las grandes mayorías, las cuales hoy además se agravan con recortes de derechos civiles y políticos. Nicaragua nos duele, pero Nicaragua no puede cegarnos.
* El autor es Jesús González Pazos, miembro de Mugarik Gabe. La publicación original fue en Viento Sur. Compartido bajo Licencia Creative Commons.