La película francesa La haine (El odio), de 1995, relata la historia de tres jóvenes que toman partido en defensa de la diversidad y en contra del racismo inoculado por la Policía y el poder establecido. Esa Francia que lucha por la integración de las poblaciones migrantes, contrasta con la que odia, la Francia que propone Le Pen y que en parte fomenta Macron, por mucho que el domingo celebrara los goles de los jugadores de origen africano de su selección de fútbol. La Selección Francesa de Fútbol volvió a reeditar el hito de 1998, y no me refiero a ganar la Copa del Mundo. Hablo de hacerlo con un equipo mestizo, multicolor y fruto de una sociedad menos monolítica que la que plantean los nuevos supremacistas, el populismo que amenaza con arrasar Europa. El fútbol, tan acostumbrado a los ejemplos negativos, en esta ocasión ofrece una lección del mundo que tenemos y el que queremos. Un mundo mucho más multicultural y mestizo, y menos dado al racismo que el que proponen Salvini, Le Pen u Orban.
Mucho se puede hablar y debatir acerca de la integración en Francia, algunos analistas consideran que las extensas poblaciones cuya primera, segunda o tercera generación son extranjeros viven, de forma general, hacinados en guetos. En cualquier caso su propia exposición exterior, en este caso a través de su combinado de fútbol, muestra una Francia muy integradora. Aunque, también es verdad, no es lo mismo ser negro o magrebí y futbolista, que ser panadero o vendedor ambulante, por poner dos ejemplos. Las identidades nacionales supremacistas suelen verse amenazadas por el flujo de poblaciones foráneas, siendo este rasgo un elemento inherente al ser humano, en una época histórica han emigrado de unos lugares a otros y en este tiempo los flujos migratorios son como son, además a ello se une un elemento como la globalización. Hace tiempo que esta pintada, que encabeza el texto, ocupa la pared de un colegio público de Ojos de Garza, cerca del Aeropuerto de Gran Canaria. El texto dice «España no a la inmigración», escrita en negro, con letras torpes y borradas por su lateral.
En la pared colindante la pared es plateada y tapó parte de la última palabra. El pintor, aunque no terminó de pintar toda la fachada, en un alarde de dignidad contestó una réplica antirracista, casi ilegible porque el negro predomina sobre el plateado. La metáfora me sirve para ilustrar el discurso que se vuelve a instalar en los medios, que recuerda a aquel movimiento racista contra la inmigración a finales de los 90, que incluso organizó manifestación para tal fin en el Parque Santa Catalina, en uno de los episodios más vergonzosos de nuestra historia reciente. Con el Aquarius y todo lo que ha venido aparejado, la caverna racista ha vuelto a alzar la voz, pintando en color negro. Con tono plateado, acudiendo a la cabeza y no a las tripas, con un tono más sosegado otros han querido volver a recordar que los seres humanos se mueven y que simplemente hace falta implementar una política migratoria integradora y adecuada a la situación, que vaya menos a la creación de guetos y más a la participación efectiva en sociedad.
Hace poco me contaba Teodoro Bonyale, secretario de la Federación de Asociaciones Africanas en Canarias (FAAC), una anécdota muy significativa. Cinco pibes marfileños, que llegaron en patera recibieron, para sus gastos corrientes, 20 euros a la semana de un ayuntamiento. En vez de gastarse todo el dinero, apartaban cinco euros todas las semanas para juntar 25 y mandarlo a sus familias. 25 euros en Costa de Marfil es una ayuda muy importante. Hablamos de muchachos menores de edad. La imagen que se intenta ofrecer es la del africano que pide y recibe una paga, y con ella se compra bienes de consumo. Un ideal racista, generalizador, que pretende estereotipar al que se considera enemigo porque es diferente, porque quita el empleo. La inmigración, dentro del amplio abanico de casos y realidades, no es así. «Cuando un africano emigra, emigra toda su familia con él, ha recibido el beneplácito de los miembros de su comunidad, aunque ellos se queden. Cuando llega hay mucha gente detrás. Si son deportados es un fracaso enorme, tanto que se han registrado bastantes suicidios por este hecho», señala Bondyale.
La inmigración pobre, la que viene en patera, es sospechosa por parte de las instituciones, influenciadas por una visión aporofóbica. Sin embargo, no lo es tanto con la inmigración europea. Al encontrarse dicha pintada cerca de un Aeropuerto que recibe población foránea que se queda, y teniendo en cuenta que la ampliación del recinto amenaza con derribar sus casas, en algún momento pensé que era una respuesta a la llegada de trabajadores europeos y turistas por el aeródromo. Sin embargo, la palabra España como prefijo me hizo desistir de esa idea. Si hablamos en serio de inmigración, la que llega para ocupar puestos de recepcionistas, de técnicos, de funcionarios, de animadores socioculturales, los que se convierten en guías turísticos, los que mayoritariamente crean negocios y compran pisos con los que después especulan, no llegan en patera. Por lo tanto, habría que medir el impacto de una y otra inmigración, si nos ponemos rigurosos. Seguramente entraríamos en una dinámica del odio por el odio y todo el mundo tiene derecho a buscarse la vida si aporta dentro de la sociedad, sea italiano, ruso, maliense o ecuatoriano. Sin embargo, si hablamos en términos de solidaridad, no es un turinés el que más necesita el empleo en Canarias, sino un refugiado nigeriano. Eso es así, por mucho que demos la espalda a la solidaridad entre pueblos y por mucho que dejemos atrás a nuestro continente más cercano, África, cuyo desconocimiento nos impide comprender la realidad.
En cualquier caso, Canarias se enfrenta a dos retos importantes para el siglo XXI: por un lado la interculturalidad, que debiera convertirse en multiculturalidad sin dar de espalda a la identidad canaria (algo que, por otra parte, es una tentación de la globalización cultural) y por otro definir un modelo territorial sostenible, en el que no se apliquen políticas continentales en un territorio insular, frágil y sin la capacidad de carga de territorios más extensos. No podemos dar la espalda a ninguna de las dos cuestiones y las soluciones debiéramos tomarlas de manera colectiva, sin tutelajes ni imposiciones. Dar la espalda solo perpetúa nuestra situación de territorio cautivo y da pie a la continuación de las inercias, algo que perjudica gravemente al futuro del Archipiélago en muy variados aspectos.