
Publicado originalmente el 4 de abril de 2015
Tenía que pasar y ya pasó. El modelo de «política cultural» basado en la subvención o ayuda directa resultó tocado de muerte con el comienzo de la crisis y, según parece, saldremos de ella -algún día- con un nuevo modelo basado en otros parámetros. Si hemos de creer las declaraciones de Inés Rojas, la todavía Consejera de Cultura, Deportes, Políticas Sociales y Vivenda (¡fuerte rebumbio!), estamos entrando en un modelo regido por criterios como “la colaboración y la información”.
Haciendo gala de mi natural escepticismo, pondré en salmuera estas declaraciones pero no dejaré de expresar un contenido optimismo ante el cambio de época. Parece que se llegó al final del modelo según el cual la parte del presupuesto de cultura que no era asignada anualmente a organizaciones o eventos de todo tipo de manera regular, era destinada por la vía de la ayuda directa -menos de 3.000 euros para así escapar al control del pleno del ayuntamiento, por ejemplo- a los enterados de turno. Estos seres atrapasubvenciones se codeaban con concejales de cultura -frecuentemente poco consumidores de cultura ellos mismos- o rastreaban boletines oficiales para acogerse a ayudas que rara vez eran evaluadas. Y en la época de bonanza casi siempre se las daban. No digo que estas ayudas no se justificaran documentalmente pero sí que el criterio de eficiencia y repercusión de la propuesta cultural no era tenido en cuenta. Bastaba con que, por ejemplo, la obra de teatro se estrenara aunque nadie fuera a verla. Con un poco más, tal vez hasta se pudiera lograr la ansiada ayuda para estrenar en Madrid, nuevamente sin la más mínima evaluación del alcance de dicho gasto de dinero público. Cantidades ingentes de dinero cuya rentabilidad social y cultural no era medida sino directamente recogida en la correspondiente memoria anual ad maiorem gloriam del concejal.
No me parece que una industria cultural medianamente sólida se pueda fundar sobre esas bases. Cierto es que ha habido intentos recientes por analizar todo esto y redactar propuestas superadoras. Quizás de aquellos intentos vengan estos tímidos comienzos. Todo país debe aspirar a un sector cultural potente, que permita la expresión y el desarrollo de la cultura en el seno de su sociedad, que sus profesionales puedan vivir dignamente de su trabajo. Para ello, nada mejor que poner en marcha una política cultural que vaya más allá del buenismo, de la subvención tantas veces arbitraria, del premio a la ocurrencia. En Canarias hace falta una política cultural guiada por principios y buenas prácticas que creen el hábitat necesario para que la industria pueda nacer y crecer. El dinero público debe destinarse en todo caso a facilitar el acceso de la población a las expresiones culturales y artísticas, a permitir la movilidad intracanaria, dejando en la mayoría de los casos a la iniciativa privada la responsabilidad del libre desarrollo de sus proyectos. Es un espejismo llamar industria cultural a una «editorial» que sólo edita materiales que cuenten con la respectiva subvención, sin ningún otro criterio, de calidad, por ejemplo.
Necesitamos empresarios, emprendedores que inviertan capital y arriesguen sus ahorros en sus producciones. ¿O no confían en ellos mismos y su trabajo? Si ellos no son capaces de invertir su dinero, ¿por qué habría de hacerlo la administración? Así, nos haremos fuertes en casa, promocionando a nuestros artistas y fomentando la participación popular en todas las manifestaciones culturales, también las privadas. Sostener estos criterios durante periodos más largos que los de una legislatura electoral dará sus frutos y veremos grupos de música, compañías de teatro, pintores… llevando nuestra cultura por todo el mundo, porque hayan sido reclamados como expresión de una cultura única y no porque al concejal de turno le pareció bien pagar unos billetes de avión y estancia en hotel por valor de dos mil novecientos noventa euros.