En el supermercado se pulsa de manera bastante directa la opinión de la gente común, es como un bar pero más integrador. El lunes el super de mi barrio bullía en comentarios, todavía a la hora del cierre. «¿Qué tal Juancito? ¿Dónde ha estado, que no había venido?», pregunta la dependienta. «Estaba viendo Pasapalabra», responde. Tras el silencio y el asentimiento de la mujer, continúa: «Hoy no ha habido política en la televisión, solo lo del niño». «¡Vaya desgracia, señor! No sé qué esperan a ponerle cadena perpetua a esa criminal», asevera mirando hacia mí, que solo asiento sin querer intervenir. «¡Ohh! decían que Franco mataba, pero ahora se está matando más que con Franco», opina el hombre. Definitivamente desisto de responder, en un sentido o en otro, y me voy con mal cuerpo.
Todavía a estas alturas de la semana tengo una mezcla de rabia y asco en el estómago por el asesinato del niño andaluz. El crimen de un menor de 8 años es un acto deleznable que no entra en la cabeza de nadie con un mínimo de sentido común. Por lo tanto, el sentimiento automático es de rechazo, de condena. Igual que en el caso de las desapariciones de Madeleine McCann y del más cercano de Yéremi Vargas. Las incógnitas, 11 años después, son sobrecogedoras.
Compartiendo esta indignación, me aparto del show, de la petición de cadenas perpetuas, reales o encubiertas, y quisiera pedir una reflexión, difícil, pero necesaria. En el caso de Yéremi, los níveles de basura mediática han sido ingentes, con teorías, conspiraciones, conjeturas y pocas soluciones, en definitiva. El juicio paralelo a Antonio Ojeda ‘El Rubio’ es solo el último ejemplo de ello, pero sin duda uno de los más sangrantes.
A Ojeda lo detuvieron por, según los informes, alardear de saber qué había pasado con Yéremi entre los presos de la cárcel de Algeciras, donde cumplía condena por abusar de un menor. Año y medio después la causa fue sobreseída por falta de pruebas, pero la presión mediática sigue. Entiendo la desesperación de la familia y comparto el deseo de conocer qué pasó con el niño, pero los medios deben actuar más con cabeza que con estómago. En este caso el señalamiento ha sido inmediato, sin que ningún juez determinara con pruebas que fue realmente el asesino de Yéremi. En cambio, ha sido juzgado de manera paralela, mediante un juicio mediático lleno de calificativos, mezclado con sentimientos y con algunos errores de praxis clamorosos. Ese es el nivel.
Antonio Ojeda fue detenido el 31 de mayo de 2016. En las portadas de los dos principales diarios de Gran Canaria, observamos los diferentes estilos. Mientras Canarias 7 destaca que el ‘Rubio’ es sospechoso, La Provincia informa de que actuó «igual con otro niño». ¿De qué forma? Hasta ahora la Justicia no ha encontrado pruebas que incriminen al principal sospechoso. Confesar el delito a otros presos, como dan por sentado, no es una prueba definitoria y, aunque lo fuera, hasta que no sea condenado seguirá siendo presunto.
Fuera de las islas, el nivel de hediondez y de falta de rigor son palpables también en el caso de Gabriel. Tras el asesinato, se destacó que la asesina es dominicana, algo que no aporta información alguna, que era mujer y que actuaba por celos, algo que muchos de ellos piensan que es muy femenino. Automáticamente se casó el suceso con el debate sobre la Prisión Permanente Revisable cuya derogación se debate hoy en el Congreso de los Diputados.
Los claros beneficiados del amarillismo mediático son los sectores más intolerantes escorados a la derecha. Ponen sobre la mesa la necesidad que se cumplan las condenas y que alguien esté toda la vida en la cárcel o salga muy mayor, sin dar opción a la reinserción. Los resultados de la cadena perpetua y la pena de muerte son palpables en lugares como Estados Unidos. Las altas penas o incluso pagar el crimen con la vida, no son freno para terribles desgracias. Según datos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito en Estados Unidos la tasa de homicidios es de 4,7 mientras que en España es de 0,3. El debate es interesado, emocional y político, por supuesto.
Estos hechos camuflan corrupciones, malas gestiones, censuras a libros o exposiciones, encarcelamientos de cantantes por sus letras o de políticos por sus iniciativas y con un sesgo claramente politizado. Orientan el debate del endurecimiento de las penas, cuando los datos hablan por sí solos y crean un circo mediático donde los empresas informativas se lucran, pero el periodista sale muy mal parado en cuanto a seguimiento de las buenas prácticas periodísticas.
Mi vecino no estuvo avispado. Durante toda la tarde se estuvo haciendo política en la televisión, con la espectacularización de un hecho deleznable y generando discursos paralelos que piden endurecer las penas. La derecha siempre ha usado a su antojo el término seguridad y ha sabido revolver las tripas. Los delitos, si encima lo cometen extranjeros, la bola de nieve se hace más grande. Infundir el miedo, el odio, es muy fácil. Pedir parar y reflexionar, es más complicado. En el supermercado no tiene cabida, el priming adquirido es más poderoso. Permítanme que me retuerza en esta columna del dolor de estómago que me provocan ciertos discursos informativos. Y por supuesto, también los políticos.