El 8 M amanecí en casa de mi madre. Me había propuesto como objetivo que ella hiciera huelga feminista. Me despertó muy ilusionada, pensé “¿tanto le caló la huelga?”. Resulta que tanta emoción se debía a que llevaba ya un rato, a saber desde qué hora, ayudando a preparar revoltillos a la vecina. Sí, ese manjar palmero que cocinarlo es ya una reivindicación política en si misma.
Aún así, volví a pensar, “¿tiene que ser hoy?”. Llevaba una semana atiborrándola a mensajes para que conociera los motivos de la reivindicación, pero esa mañana el asunto no parecía ir con ella. Me fui a dar una ducha y a idear algún plan que me permitiera conseguir mis fines, pero al salir del baño veo que mi madre estaba barriendo, no la casa, ni los patios, ¡la carretera! A esa hora los olores a revoltillo habían cruzado la calle y se habían metido en casa.
Decidida a arrancarle la escoba de las manos atravieso la puerta. Forcejeamos brevemente, pero desistí. Tampoco es cuestión, lleva un tiempo enferma y no puede hacer mucha cosa, así que por unas hojitas… decía en su defensa. Terminó y entramos en casa. Hizo café, negándose a que yo lo hiciera. Claro, no sé hacerlo como a ella le gusta, dijo. Por lo menos se sentó conmigo a tomarlo y a escuchar como una de las coordinadoras de la plataforma feminista argumentaban la huelga en la televisión. Lo hizo muy bien la chica. Tanto que comenzamos a conversar del tema y decidimos irnos en el coche para ver el seguimiento de la huelga en los pueblos de alrededor. ¡Teníamos plan! O por lo menos la única manera de que hiciera, aunque sea, un paro de dos horas. Al salir, le entró una emoción repentina y se puso a poner unas flores violetas dentro del coche. Se le pasó pronto cuando vio que la mayoría de los comercios estaban abiertos. “Ves, la gente no va estar con esas cosas”. Al regresar a casa salió disparada a ver cómo llevaba el revoltillo la vecina.
Yo me fui a la primera manifestación del día, pero habíamos quedado en ir a la segunda. Para mi sorpresa, cuando pasé a buscarla estaba preocupada por el color de su ropa, quería ir a tono con la manifestación. El revoltillo ya no se olía, pero se soñaba en su paladar. En el trayecto explicó cómo se hacía, que había que limpiar muy bien las tripas del cochino, sacarles toda la mierda… “¡Mira!, como a nuestra sociedad”, resoplé. Preparar el relleno y coserlo antes de guisarlo. La amiga que nos acompañaba confesó no haberlo comido hace años y yo añadí que es una de mis comidas preferidas, desde chica. Preparar el revoltillo fue siempre un acto que las mujeres de mi calle hacían en colectivo, a las órdenes de esta vecina que ahora viste sus ochenta y pico.
Llegamos a Santa Cruz de La Palma, no se oía ni veía nadie. Habíamos aparcado lejos, pero ella repetía: “¡ves, no hay nadie!”. Hasta que de pronto aparecieron las pancartas y se escucharon los primeros gritos. Ella se fue encontrando gente conocida y metiéndose en el tema. La ví aplaudir y sonreír. Aprendió lo que es un pussyhat (un gorro del coño anti Trump) en boca de la única mujer que llevaba uno, por cierto. Compartió de su enfermedad y hasta habló de situaciones discriminación sexista que ella, como tantas otras, había vivido. ¡Hasta nos inmortalizamos en una foto feminista con todas las mujeres de la manifestación! Llegamos a casa y no paraba de decir machismo pa’ arriba, machismo pa’ abajo. Sentí su pasión, se había empoderado.
Esta mañana la vecina cruzó la portada de casa. Traía dos revoltillos en la mano y un suéter que yo vi violeta.
Estrella Monterrey / Creando Canarias