«A mi querida amiga Judy, y a sus hermanos Nacho, Rosi y Leo, que perdieron hace poco a un padre de la mar»
Fue en aquella fiesta cuando reparé en sus pestañas, persistiendo en su imprecisa mirada hasta que le gustó mi nombre. Ella, se empeñó en que era una señal enamorarse de alguien llamado Valentín, inventando que seguramente mi padre me lo había puesto en primavera, justo en el instante en el que las pardelas del mar se apareaban. Pero yo no sabía mucho de mar, fueron sus cabellos huecos los que me abrieron los ojos al Atlántico y a todas aquellas ocurrencias marinas.
Ignacio (padre de Isabel) era pescador, el mejor capturador de calamares de San Andrés. Muchos eran los que desde otras barcas esperaban pacientemente a sus salidas de madrugada para copiar sus trucos. Nunca consiguieron hacerse con un botín semejante al del maestro de los calamares, jamás llenaron sus talegas como él. Tuve la suerte de encontrar aquel pueblo de sal, de vivir el océano como mi propia tierra, descubriendo las grietas de Anaga desde las profundidades, asomándome a las arenas poco pisadas y a la luz reflejada de los fondos. Tuve la fortuna de tener un nuevo padre de mar, revelándome los secretos de los recovecos de los cefalópodos, la magia del plancton y los encantamientos de los vientos.
El olor de la cocción sinfónica de Adelaida, frutos marinos conjugados con tomate, cebolla, aceite y laurel, también me convirtieron en pescador. Con el sabor de la costa en una sola cucharada, fui a navegar aquel día de final de verano. Las olas mansas acariciaban la base del barco cuando me dirigía a Antequera mientras recibía los saludos de algunos vecinos y vecinas, sabiendo que ya era parte de aquel pueblo, que ya había dejado los cuentos de las calles de piche por los caminos de arena, por las historias de callados envueltos de lapas y de charquitos repletos de burgados. Pensaba en cómo había llegado a aquel lugar, en la suerte de tener hijos de la mar, nietos de la mar, nuevas raíces que nacieron en los bordes de las mareas.
Cavilaba en el sol de Isabel cuando mis redes encontraron aquella maravillosa tortuga gigante. Quería compartir el tesoro del hallazgo, por eso persistí, a pesar de lo complicado que supuso cogerla, pensé en las pestañas de mi mujer y en lo difícil que me resultó hacerlas mías. Continué desafiando a la naturaleza hasta que subí a bordo al reptil de las aguas. La llevé al pueblo orgulloso para que Judy, Nacho, Rosi y Leo la acariciaran, para que Ignacio supiera que ya era un gran pescador. No supe en aquel tiempo que se trataba de una Chelonioidea, y que posiblemente, tuviera más de 150 años, más edad que cualquier ser humano en la tierra. La tortuga tuvo miedo de morir en mis brazos, pero nunca pensé en su muerte, a pesar de las ofertas generosas de los que quisieron hacer sopa con ella.
Supe en sus ojos sabios que tenía que devolverla al mar, supe en su gran coraza que debía de apostar por la vida.