Los datos adquieren ya una dimensión dantesca: 776.000 vehículos para 1.004.000 habitantes. Asumiendo que cada uno de estos vehículos tuviera la medida media de un turismo (4’5 metros de largo), sin contar guaguas y camiones, la longitud de estos vehículos en línea recta alcanzaría la cifra de 3.492 kilómetros. Prácticamente, la distancia entre Canarias y Bruselas. Pareciera que en Tenerife sólo los menores de 18 años y las personas de muy avanzada edad no tienen coche. De resto, se ha llegado a la cumbre de la “democracia automovilística”: una persona, un coche. No repetiremos aquí lo evidente. Más y más infraestructuras no conducen sino a ahondar en el ciclo por el cual las aparentes soluciones no pasan de ser otra cosa que la antesala del atasco de pasado mañana. Nuevos carriles que acabarán saturados en poco tiempo al igual que los carriles ya no tan nuevos. ¿Ya no se recuerda que la «solución» al tráfico en La Laguna era la Vía de Ronda? ¿Alguien cree de verdad que ahora la solución es una autopista por detrás de Los Rodeos? ¿En qué están pensando quienes con tanta insistencia reclaman una tercera pista para el Aeropuerto del Sur? ¿Acaso creen que vivimos en islas continentales, como Australia, donde el consumo de territorio ni se contempla como problema?
Más allá de soluciones técnicas y políticas concretas que pasen por la mejora del transporte público, su priorización mediante carriles-guagua, incremento de la frecuencia, abaratamiento del coste, etc., es vital un drástico cambio de mentalidad ciudadana en el que se reconsideren por completo los patrones de movilidad actuales. Al igual que la mayoría de la gente recicla y hace veinte años apenas se hacía, hay que ponerse a la tarea de transformar radicalmente nuestra malsana relación con el vehículo. No se puede seguir ahondando en un modelo en el que el coche es casi una obligación para toda aquella persona que cumpla los dieciocho años; en el que el transporte público es visto como algo reservado a menores de edad y gente precarizada; en el que hasta las casas unifamiliares se empiezan a concebir dedicando una amplia proporción del espacio a los automóviles, en plural, de la familia, arrinconando a las personas; en el que todo lo que no sea ir de puerta a puerta en coche cada desplazamiento que hacemos al día, sea visto como una incomodidad o como un descenso en la escala social. La vida es demasiado corta para pasarla en un permanente atasco. Si las autoridades públicas, impulsando medidas drásticas y efectivas, así como la ciudadanía, aceptando el replanteamiento de sus hábitos de movilidad, no se ponen a esta tarea urgente, Tenerife acabará convertida en un infierno de piche, humo y turismo masificado. Sus habitantes seguirán perdiendo calidad de vida, tiempo y dinero, a pasos agigantados, eternamente endemoniados por el embotellamiento de turno y sólo el rabo de gato y las tuberías del gas gozarán de cierta libertad en aquellos pocos espacios donde todavía no haya ni coches ni carreteras.