Nunca había visto tantas. Mentira, claro que en actividades culturales y políticas he visto más banderas congregadas. Pero me refiero a que nunca antes había visto tantas banderas puertorriqueñas donde antes no las había: camiones, carros, bicicletas, techos, ventanas, balcones y vitrinas. Desde mi casa, donde antes había una con el azul celeste, hubo hasta cuatro, de distintos tonos y una de ellas era tan grande que reinaba sobre la Avenida Baldorioty, sola, con el slogan que ha causado tanta piquiña.
No puedo sino recordar que, en los ochentas, unos “cocolos” —así los llamaban en la prensa— empezaron a poner banderas en el cristal de atrás de sus —bien lustrados— cuatro cilindros y la policía pegó a multarlos, dizque porque afectaba la visibilidad. Eran tiempos de carpeteo; no recuerdo si esto pasaba antes, durante o después de las vistas senatoriales sobre los asesinatos de Cerro Maravilla. Sin embargo, la estúpida represión de estos jóvenes no pudo detener la avalancha mercantil de camisetas, gorras, artesanías, música, baile y especiales de Navidad que nutrió al nacionalismo cultural puertorriqueño de finales del siglo pasado. Desde entonces el orgullo de la cultura nacional y las victorias de sus atletas ha borrado el episodio de conflictos políticos de las décadas anteriores y superado las indecisiones de innumerables plebiscitos, fortaleciendo la imagen de un pueblo, cuyo aura puede estar en muchas partes como en ninguna.
Si la cultura popular se crea en los momentos de libertad, como asevera Johannes Fabian, ¿qué representa el signo nacional cuando es popularmente reapropiado? ¿Cómo leer esas banderas que —antes que las primeras hojas y ramas— se desplegaban por caminos destruidos y hogares destrozados? Y me refiero a esas que propagaron la fiebre que contaminó a cientos, quizás miles, de solidarios valientes quienes usaron la bandera como signo de orgullo de la capacidad autogestora de los ciudadanos como reverso de la imagen de colonizados dependientes de la generosidad del amo, con la que el Payaso presidente nos hostigaba. ¡Ah! No había ninguna bandera allí donde nos humilló con papel toalla, ni tampoco la portaba en su conferencia de prensa quien meses antes se bleachió el pelo, cuando la fiebre del team rubio.
“Cambalache”
No deja de llamarme la atención que pocas banderas americanas han surgido en tiempos en que los dirigentes estadistas van a suplicar la estadidad. Tampoco las había en la ceremonia del papel en Guaynabo y las he visto más en camiones de electricidad y de ayuda o a veces acompañada de la monoestrellada en su profundo azul marino. Me sorprendió una cubana en un edificio en Santurce, pero más aún me preocupa la ausencia de la dominicana, a pesar de que resido en una de las áreas fronterizas de Santurce, antes conocida como el Barrio Machuchal. A imitación de esta, Mariana Bracetti diseñó la de Lares, que lógicamente he visto, aunque no en abundancia. Poca atención se le ha prestado al sentimiento del pueblo dominicano: ¿cómo ha padecido tras María? ¿cómo ha variado su relación con y su perspectiva hacia este pedazo del Caribe? ¿Temen o celebran este brote nacionalista?
Sin embargo, la historia se repite y la publicidad empresarial y gubernamental nuevamente se subió a la guagua del nacionalismo cultural para limpiar su imagen ante su incapacidad y oportunismo. Como si el guion publicitario hubiera sido diseñado siguiendo el estudio de Arlene Dávila, Sponsored Identities (1997), los supermercados las vendieron a montón, los relacionistas públicos hicieron su agosto y hasta la Coca Cola le dedicó una lata, mientras nos vendía a sobreprecio el agua de nuestros manantiales.
Si en la batalla pública por el signo (la bandera), de un lado están las fuerzas malignas que esconden ganancias privadas tras una linda imagen nacional, ¿quién(es) está(n) en la otra esquina? ¿Cómo se conforma ese espectro que de la noche a la mañana puso —orgullosa o tímidamente— una bandera para que otrx la viera? ¿Cuáles son los alcances de este levantamiento nacionalista? ¿son esas banderas tímidos destellos del surgir de una capacidad autogestora como resistencia a la voracidad del capitalismo global? ¿o son repeticiones del nacionalismo lite de nuestra colonia lite? ¿Afectan nuestra dependencia del petróleo y nuestras relaciones con el mercado mundial? ¿Cómo se alinearán en el nuevo episodio de la guerra intergaláctica de la crisis fiscal? ¿Cuánto retumbarán en las tradicionales fiestas electorales?
“Boringkén, te quiero”
Y nos cogió la Navidad casi a oscuras. Pero tras meses sin luz, la estrella de Belén encendía —con plantas, baterías y hasta “con una vela”— la esperanza de un futuro, ni mejor ni peor, pero futuro al fin. Y un Puerto Rico de otro tiempo o de otro espacio surgió en imágenes de gente laboriosa, humilde como un jíbaro que “nunca se rinde”, alegre y “con fe y valentía”, como cantara Víctor Manuel hace una década. La pobreza —que parecía ajena y agenda de la oposición— sirvió de marco para que —con celular, en Facebook y YouTube— jíbarxs del siglo veintiuno reprodujeran hasta la viralidad imágenes de dolor y orgullo de un pueblo dispuesto a enfrentar su derrotero. Algunas parecían de antaño: niños transportando agua en cubos, mujeres lavando ropa y bañándose en los ríos; pero en casi todas se veía gente sonriente, orgullosa, rehaciendo casitas por frágiles que sean, aferrándose al terruño, dispuesta a morir de leptospirosis y vigilada por policías y guardias nacionales en filas, mientras se multiplicaban los escalonamientos en todas partes.
“Are we post-patria yet?”, hace una década se preguntaba Urayoán Noel. Y parodiando a José Gautier Benítez invocaba a “Boringkén / nombre al pensamiento en grietas”; donde “la luz trillada” se esconde “in your PR campaigns / y se pierde eternamente en tu vaivén / COMO UNA BORING BARBIE / BUSCANDO SU BORING KEN”1. De esta forma, una voz poética que en un libro anterior aseguraba haber salido de “Lloréns en una guagüita AMA”2 hacía trizas del nacionalismo literario que, según Juan Gelpí, se había conformado con hacer la nación en palabras. La gratitud del pensamiento sobre la que se montaban las canciones de Rafael Hernández y Pedro Flores, entre muchos, convertido en mueca al acentuar las distancias entre idea y realidad, palabra y cuerpo.
Pero las banderas de María no las convocó el PIP ni las auspició la Schaefer. Me refiero a las primeras y a las que les siguieron antes de cualquier comercial, casi tan veloces como el peje blanco. Sí, contempladas como consecuencia de un movimiento político con alas truncas, pero de gran espectacularidad, estas banderas alterarían muy poco el maridaje del nacionalismo con la colonia. Pero no dejan de ser expresión de un deseo de una comunidad resistente y capaz como pocas veces he visto. Deseo que no quisiera desalentar si tras esas banderas —en sus distintos tonos— hay posibilidades de transformar nuestras bregas, como emblema de orgullo y de comunidad. Que dentro de las contradicciones, en el “ten con ten” que no solo es “de raza y abolengo”, algo puede cambiar en nuestra geografía de piratas, náufragos y nómadas. Así como “el jibarito” proclamó que “preciosa serás sin bandera” reproduciendo y desafiando popularmente lo promovido por los negociantes del poder, ahora ver que esas banderas ondean como respuesta popular a la catástrofe, no solo me enorgullece como a Tite. Mucho hay que cambiar, y la autocomplacencia de este discurso puede que sea una de esas cosas.
* Artículo escrito por Juan Otero Garabís, profesor de Literatura Puertorriqueña y Caribeña en la Universidad de Puerto Rico. Publicado originalmente en 80 grados. Compartido bajo Licencia Creative Commons.