Publicado originalmente el 18 de noviembre de 2015
No hay religiones más o menos violentas, ni pueblos más o menos bondadosos, ni se trata de una cruzada contra Occidente. Los desgraciados atentados de París gravitan sobre una causa muy concreta: la desigualdad.
El epicentro de la doctrina yihadista son países con abundantes recursos materiales pero con importantes problemas para llevar una vida digna. En ellos la religión actúa como ascensor social, ayuda a construir una identidad personal en una vida generalmente sin objetivos y a identificar un enemigo, idea esta última probablemente reforzada en torno a vivencias personales, debido a las cuantiosas intervenciones militares desempañadas en la zona por las potencias occidentales.
A nadie se le escapa que las últimas décadas han sido especialmente cruentas en lo referente al neocolonialismo, en un escenario global de descenso de los recursos energéticos y de cambios en el modelo geopolítico donde potencias tratan de disputar la hegemonía política y económica a los Estados Unidos. De todo esto, una de las zonas más damnificadas es precisamente Oriente Medio, donde se han apoyado y se apoya a regímenes que atentan de forma sistemática contra los Derechos Humanos más básicos, se han multiplicado las injerencias en materia política con el apoyo a movimientos político-militares internos, y en el peor de los casos ha habido una confrontación bélica en la región.
Tras la caída del muro de Berlín, se configura el sustrato ideológico que ampara estas acciones y construye el relato de confrontación, y es que, desde amplios sectores del poder hegemónico, la sustitución del enemigo exterior se hacía una necesidad. Del rival ideológico pasamos al rival cultural, con un teoría que permite al mismo tiempo enarbolar la bandera del American Dream como precursor de la civilización matriz, que posibilita identificar quiénes alteran y suponen una amenaza a este modelo de vida. Samuel Huntington y su choque de civilizaciones es probablemente el vocero primigenio, cuya primera teoría política salió al público solo cuatro años después de la caída del muro.
Lo particular de DAESH es probablemente la gran cantidad de ciudadanos franceses y europeos que se vinculan a la organización. Posiblemente la causa sea muy similar a la que les incita a militar en esta organización en Oriente Medio, esto es, el papel que juega DAESH como catalizador de los sentimientos de exclusión, o la posibilidad de aportar objetivos a la existencia humana.
Se le suma a esto un Estado Francés cuyo fracaso en su modelo de construcción social es total, y que provoca que muchos ciudadanos de tercera o cuarta generación no sientan ni a Francia ni sus instituciones como propias, y busquen posiblemente en los orígenes de sus abuelos la construcción de su identidad. Buscar en el pasado para esos jóvenes de la periferia parisina, los excluidos de Francia, es también encontrar la cruzada colonialista de Francia, y mirar el presente es analizar como nada ha cambiado con varias generaciones en medio.
Las instituciones francesas no son instrumentos que permitan la mejora de las condiciones de vida para esa parte de la sociedad, sino que actúan como segregadores, un sino marcado desde el nacimiento de generación en generación. Una suerte de apartheid económico-étnico que sobrevuela los últimos cincuenta años del modelo asimilacionista francés, y la posición inmóvil del concepto de Francia y su democracia, y que se manifiesta desde la quema de coches en el extrarradio parisino, hasta en posiciones mucho más extremas y peligrosas.
Incluso ahora, en pleno debate por los atentados se habla a regañadientes de una realidad que asusta: más de mil franceses han formado parte de DAESH y la yihad. Mil nacionales alzados contra su propio país, y sin embargo, por las nomenclaturas utilizadas por los mass media, parece ser que no fueran franceses, o quizás franceses de segunda o tercera categoría.
Trayendo esto último a nuestro país, y salvando las enormes distancias, la situación de Francia nos señala uno de los desafíos más importantes para nosotros en los próximos años; siendo el Archipiélago Canario un receptor importante de población foránea, las instituciones y la sociedad deben afrontar un debate en el que nos jugamos la configuración no solo del sentido del concepto de Canarias, sino también de las instituciones como aval democrático y garantista así como fundamento del comportamiento cívico. No es viable pensar en una Canarias del futuro en la que no estemos todos.
Al final, la configuración de un mundo agrietado, con una industria armamentística destinada a la superproducción y al consumo masivo, la pugna por los recursos energéticos y materiales, así como por la hegemonía global, con sucesivas intervenciones en países inestables, constituyen un caldo de cultivo más que apto para la proliferación de terroristas. Junto con el fracaso político-económico de Occidente para con su ciudadanía, especialmente la sobrevenida en los últimos cincuenta años, nos encontramos ante un reto de múltiples aristas que dista mucho de resolverse con una acción de vencedores y vencidos, porque el problema no es que se tiren más o menos bombas, ni más o menos intervenciones militares, el problema estará siempre ahí, con más o menos presencia, pero siempre que las tres cuartas partes de la humanidad sigan viviendo bajo la más absoluta pobreza debido a un sistema que saquea a la mayoría para enriquecer a una minoría opulenta. Porque el problema es de la desigualdad, estúpido.