De repente le ha entrado una prisa tremenda al Partido Popular por aprobar la Reforma del Estatuto de Autonomía de Canarias. Un texto que dormía el sueño de los justos desde comienzos de la legislatura, empieza a ser discutido súbitamente, adelantando al de Murcia y Valencia, que entraron antes en Cortes, ignorando algunas cuestiones que, en mi opinión, deben ser básicas. En primer lugar, el texto que se discute es, en buena medida, fiel reflejo de la intentona del 2006, luego tiene ya más de diez años, pronto serán doce. Pensemos en todo lo que ha cambiado la política, la sociedad en Canarias y admitamos que este texto -que no deja de contener elementos de interés que no debieran ser despreciados- nace prematuramente envejecido. Si nos atenemos al último intento de reforma, en 2015, no deja de representar un consenso que ya no existe, con actores en algunos casos fuera del escenario y que deja fuera a actores que en aquel momento no estaban ni en la imaginación de sus promotores. Ni Podemos ni Ciudadanos existían entonces, por ejemplo. Tampoco Somos Lanzarote. En el 2006, faltaba aún un año para que naciera Sí Se Puede. No habíamos sufrido y derrotado el acoso de Repsol y sus testaferros ni el debate territorial en el Estado había alcanzado las profundas proporciones que ha acabado por alcanzar. Pongamos la mirada en 2006 o en 2015, los cambios son de envergadura. Y, sin embargo, ahora le entra la prisa al PP por aprobar el nuevo Estatuto viejo.
Creo que hay que echar el freno. No para condenar a la sociedad canaria a no tener un nuevo Estatuto, que no lo será, sino para lograr tener el mejor Estatuto posible. No parece que vayamos a lograrlo con un texto envejecido, que tan pocas ilusiones despierta. Se pueden hacer las cosas de otra manera. Se puede, por ejemplo, detener el reloj y acordar un marco operativo temporal hasta las elecciones de mayo/junio de 2019; intentar que el Parlamento canario, con su composición actual, se pronuncie acerca del texto, articulando alguna medida extraordinaria para recoger las nuevas aportaciones que puedan emanar del Parlamento vigente; discutir en Cortes el texto actualizado, puesto en hora, durante el curso político 2018/2019 e introducir por la vía del consenso una medida de mucho interés como sería la celebración de un referéndum en el que el cuerpo electoral canario pudiera expresar su opinión acerca de dicho Estatuto: un hito que haría más por la articulación y la construcción nacional de Canarias que el hecho simbólico de poner la bandera de las siete estrellas verdes en los ochenta y ocho municipios de Canarias y los siete Cabildos.
No se trata de ninguna medida disparatada e irrealizable. Colocar la “urna canaria” en mayo/junio del 2019 (junto a la urna municipal, del Cabildo, del Parlamento Canario y probablemente el Parlamento Europeo) es perfectamente factible si hay voluntad política para ello. Precisamente, el Estatuto que ahora se discute en Cortes contempla la exigencia de un referéndum para futuras reformas. Aunque legalmente no sea obligatorio, no deja de ser ilógico que los niveles de exigencia democrática para la aprobación del texto estatutario sean menores que los necesarios para su reforma. Estaríamos ante un irreversible avance de la calidad de la democracia en Canarias si las fuerzas políticas se pusieran de acuerdo en hacer tal cosa posible. El derecho que se nos robó en las postrimerías de la Transición por miedo al cubillismo -votar democráticamente como la sociedad madura que somos el texto que regule nuestras relaciones con España, nuestras competencias y atribuciones- nos sería restituido así, solventando aquella asignatura pendiente, pues ese miedo no estaría ahora justificado. El nuevo -ahora sí- Estatuto contaría con niveles de legitimidad desconocidos en nuestra corta experiencia democrática. Vale la pena intentarlo. Con qué Ley Electoral votarán los canarios en esa cita es también asunto de mucho interés que por ahora debe quedar para otro artículo.