
El nacionalismo español lo ha hecho tan mal a lo largo de la historia que ha acabado por destrozar e imposibilitar una relación fraterna y estatal entre las distintas naciones de la Península Ibérica y el norte de África.
Con una actitud narcicista, psicopática y esperpénticamente ajena a la hetereogeneidad cultural de un territorio nos ha hecho a los demás pueblos irreconciliables. A nosotros, aquellos que compartimos un Estado que consideramos un conjunto de sensibilidades y naciones. A nosotros, para quienes España no es Nación. Y somos muchos.
Hoy vemos como un Estado se desmembra, hoy es el principio de su fin, crónica una muerte anunciada, despiece inevitable. Hoy nos vamos a perder un país que podría ser inmensamente rico en diversidad y culturas porque el concepto de Estado de sus mayorías no es inclusivo (ya ven que no lo achaco solo a posiciones políticas, lo que más me asusta es la xenofobia que percibo en mis vecinos).
La gente no conoce la historia de su país que, antes de serlo hace poquitos siglos fue, simplemente, península (y colonias). Península que fue a la vez vasca, íbera, céltica y tartésica; griega, fenicia, cartaginesa y romana; sueva, visigoda, amazigh, negra, gitana y árabe. Judía, cristiana, pagana y musulmana. Territorio de etnias, culturas y reinos diferenciados y soberanos que, aunque percibido a partir del siglo XVI como una entidad conjunta en relaciones internacionales, careció siempre de una verdadera unión nacional.
Un Estado que se pierde por su empecinamiento, tapándose los oídos ante las continuas exigencias nacionales de soberanía, en centralizar y homogeneizar. Además a palos, una vieja costumbre, un modus operandi autóctono, ‘por mis cojones’ en castellano.
Y hoy se nos escapa la posibilidad de ser, al menos, Estado, porque las naciones que lo conformamos ni hemos estado, ni estamos y, por lo que veo, la intención es que no estemos nunca en igualdad de condiciones. Somos culturas y lenguas secundarias, anecdóticas, inferiores en valor; perseguidas y prohibidas hasta hace poco, marginadas e institucionalmente infravaloradas aún en la actualidad.
Porque apuesto a que el nacionalismo español se llevaría las manos a la cabeza (y a los fusiles) si propusiéramos un Estado sin la rojigualda, con una nueva bandera, con capital administrativa en Santander, Ceuta o Jaén y con el gallego, la primera de las lenguas románicas en hacer literatura, como lengua vehicular. O con el Euskera, un tesoro preindoeuropeo.
A mí, después de lo visto, me parecería la única forma de pacificación, la última oportunidad para la reconciliación, pero no será.
Se marchan los catalanes, les seguirán los vascos. Quizás se lo piensen más adelante los gallegos y a mí, lo que más pena me da es que los canarios nos acabaremos quedando.